martes, 15 de abril de 2008

El liberalismo democrático en México, 10a parte

10a parte


LA SOMBRA DEL PORFIRIATO

Sin duda, la llamada transición a la democracia es uno de los tópicos que en los últimos tiempos han llamado más la atención de la opinión pública. Hay razón para ello: la evidencia de que el país está experimentando cambios significativos en materia política. Como consecuencia, se ha producido una amplia literatura que ha tratado de encontrar explicaciones sobre el fenómeno en curso. A engrosar el acervo bibliográfico sobre la transición han concurrido por igual los estudios electorales, los análisis de naturaleza histórica, las investigaciones propias de la sociología política. Asimismo, la filosofía política también ha brindado su aportación tratando de aclarar argumentos y valores, lo mismo que las reflexiones de política comparada al confrontar nuestra tranformación con la de otros países, especialmente los iberoamericanos.
Las perspectivas que en lo particular me han interesado tienen que ver, de una parte, con el pensamiento político, de otra, con el estudio del sistema mexicano en su vertiente histórica. La parte que hasta hace unos años había trabajado más de la rama histórica era la Revolución mexicana y el orden político al que dió lugar. No obstante, queriendo encontrar mayores elementos de juicio sobre las bases de nuestro régimen me pareció oportuno incursionar en el estudio del porfiriato. Luego de haber procedido de esta manera debo decir que, la verdad, es impresionante la semejanza--que no identidad absoluta, lo cual sería absurdo sostener--entre el porfiriato y el sistema derivado de la revolución. Fue un descubrimiento personal aunque no particularmente novedoso: muchos analistas han hecho hincapié en la similitud aludida. Valgan las opiniones de Arnaldo Córdova y Roger D. Hansen. El primero, en su libro La ideología de la revolución mexicana, publicado en 1973, afirma: "Cada vez es más claro...si se toma en cuenta la globalidad del proceso, que México se encuentra viviendo aún la misma etapa histórica que comenzó en 1876, año de la ascensión al poder del general Porfirio Díaz"[i]. El segundo, en La política del desarrollo mexicano, cuya primera edición en español es de 1971, sostiene: "La política que emergió después de la Revolución tiene modalidades que guardan una sorprendente semejanza con las del período porfirista y claramente sugiere una continuidad en el comportamiento...que todavía configura la vida política mexicana"[ii].
Con base en el parecido entre un periodo y otro podemos decir que hoy las resistencias a las que se enfrenta la transformación que se quiere democrática tienen que ver, obviamente, con vicios que se gestaron dentro del propio sistema posrevolucionario pero también con defectos heredados de la época porfirista que no fueron corregidos a tiempo.
En consecuencia, aquí pretendo atender aquellos aspectos que me han parecido releventes de ese período para después mostrar la forma en que sus rasgos autoritarios y arcáicos fueron trasladados a nuestra época.
Pues bien, el ascenso del General Porfirio Díaz comenzó con dos rebeliones contra el gobierno establecido. Una, que no tuvo éxito, se inspiró en el Plan de la Noria de 1871 que llamó a la lucha contra la reelección de Benito Juárez, contra la subordinación del poder legislativo al ejecutivo, y en pos del respeto del voto y la observancia de la constitución de 1857. La segunda, que lo llevó al poder, fue la de Tuxtepec de enero de 1876, en la que de nueva cuenta se lanza contra la reelección, en este caso de Sebastián Lerdo de Tejada, abanderando las libertades públicas y el respeto de la ley.
Casi enseguida de haber llegado al mando contó con la aquiescencia de la gente porque, la verdad, el país estaba cansado de tanto derramamiento de sangre e inestabilidad a lo largo de muchas décadas: las varias dictaduras de Santa Anna, la revolución de Ayutla de 1854, la guerra de Reforma, la guerra de tres años, la intervención francesa. Motivo suficiente para desear un gobierno fuerte capaz de resolver el desorden. Sobre el particular Charles Cumberland, dice: "En un lapso relativamente breve, después de su ascenso al poder, Díaz logró el apoyo activo y tácito de la gran mayoría del pueblo mexicano de todas las clases tratando de atender a los intereses especiales de cada clase. Por medio de esa práctica acompañada de una política de severa represión contra revolucionarios y bandoleros, dió a México paz, la primera que la nación conocía desde la época colonial, y echó los cimientos de un desarrollo material asombroso"[iii].
En los primeros años se mantuvo más o menos fiel a los principios que lo habían permitido alcanzar la cúspide, pero luego modificó su conducta a tal grado que las cosas que caracterizaron su gobierno fueron las opuestas a sus ideales primigenios: las reelecciones--siete en total--, la falta de respeto a la división de poderes, el que como gobernante se pusiera por encima de la ley, el desprecio por el voto de los ciudadanos que redujo los comicios a fórmula retórica. En suma, Díaz violó sistemáticamente los valores en los que dijo inspirarse.
El porfiriato inicialmente se apoyó en una gran coalición de caudillos regionales: Servando Canales en Tamaulipas, Santiago Vidaurri en Nuevo León, Luis Terrazas en Chihuahua, entre otros. También aparecieron los llamados caciques dependientes, o sea, gente menos autónoma pero que fueron un factor importante para tejer los hilos del control en las diversas localidades. Me refiero a personas como Luis Emeterio Torres en Sonora; Francisco Cañedo en Sinaloa; Juan Manuel Flores en Durango; Carlos Díez Gutiérrez en San Luis Potosí; Rafael Cravioto en Hidalgo; Juan N. Méndez en Puebla.
Don Porfirio combinó la mano dura y el trato afable. En este renglón hizo gala del contacto personal, del acercamiento amistoso y de la cooptación para elaborar las redes del poder. Encontramos así una de las claves del régimen: la lealtad incondicional, el compadrazgo. Quien quiso tener éxito sirvió al patriarca. A cambio obtuvo la confianza, el sustento, los puestos públicos y el prestigio social. Las grandes fortunas se amasaron al amparo del poder; el aceite que lubricó el engranaje de la maquinaria política fue la corrupción. Fue un gobierno de los amigos y para los amigos.
La adhesión al dictador queda bien expresada en una carta de Carlos Pacheco, quien entre otras cosas fue secretario de Fomento y gobernador de Chihuahua. Unas cuantas líneas de esa misiva bastan: "La bondad de usted y los favores que me prodiga son inagotables, y verdaderamente me tiene usted obligado con ellos y ansioso de demostrar con hechos reales cuánto lo estimo, cómo le pertenezco, y cómo, señor, le estoy agradecido y dispuesto a todo por usted"[iv]. Estas palabras muestran sin tapujos el patrimonialismo, es decir, el sistema donde el poder es considerado un bien personal del gobernante; mediante su uso discrecional impone castigos o dispensa favores a su arbitrio.
Porfirio Díaz fue el verdadero artífice del presidencialismo con las características patrimonialistas que aún subsisten. Francois Xavier Guerra, dice: "Punto de anclaje y de equilibrio de todas las cadenas complejas de clientelas y de relaciones, el presidente es el punto central de la vida política. A este título, toda la política gira en torno a él y conduce a él. Él encarna simbólicamente al pueblo y es, también en la práctica el 'soberano'"[v].
Durante los largos años de la dictadura la composición de la élite, como era lógico, varió: si en la primera parte predominaron las coaliciones de caciques, mitad políticos mitad militares, luego se formó otra facción más bien letrada y civilista, Ramón Corral, José Yves Limantour, Rosendo Pineda, Emilio Rabasa, José López Portillo, Rafael Reyes Spíndola, Justo Sierra, Joaquín Casasús, Roberto Núñez, Emilio Pimentel, José María Gamboa, Gabino Barreda, Fernando Duret, Manuel Romero Rubio.
Un eslabón fundamental de la cadena de vínculos personales fue su matrimonio con Carmelita Romero Rubio, hija de don Manuel, que lo reconcilió con la jerarquía católica. Esa unión contó con la bendición del arzobispo de México, Antonio Pelagio de Labastida, aunque el originario laicismo del "héroe del 2 de abril" quedase a la vera del camino. Cuánta razón tenía Napoleón cuando dijo que un régimen que se propone la desigualdad social para concentrar los privilegios en unos cuantos debe echar mano del apoyo de la Iglesia[vi].
Como bien se sabe, una parte fundamental de la élite porfiriana estuvo compuesta por el grupo de los científicos, cuya idea fue la "modernización" del país. La estrategia consisitió en favorecer al capital extranjero y darle concesiones en las ramas económicas más atractivas. Asimismo, se modificó la política agraria para adjudicar al mejor postor grandes extensiones territoriales. Recordemos la importancia que tuvieron las compañías deslindadoras. Ellas favorecieron a los hacendados y golpearon duramente a las comunidades indígenas y campesinas. El laisses faire fue la divisa de los porfiristas; su visión del mundo estuvo muy cerca del darwinismo social, o sea, la ley del más fuerte, y la consigna de que cada cual se las arreglase como pudiese para sobrevivir. El perfil del régimen fue claro: autoritario en política, liberal en economía.
El positivismo partía de la idea de que había un país hundido en el atraso y la dispersión. Era preciso, en consecuencia, que hubiese un centro rector que garantizara la estabilidad y el avance civilizatorio; la divisa fue "orden y progreso". Como era obvio, el tipo de línea seguida inevitablemente alejó a los científicos de la base social. Les estorbaba la chusma para hacer política. Hubo algunos intentos de los miembros más lúcidos de la élite para mitigar la injusticia y moderar la dureza del mando. Francisco Bulnes, por ejemplo, lanzó la voz de alerta: "La paz está en las calles, en los casinos, en los teatros, en los templos, en los caminos públicos, en los cuarteles, en las escuelas, en la diplomacia; ¡pero no existe ya en las conciencias! ¡No existe la tranquilidad inefable de hace algunos años! ¡La nación tiene miedo! La agobia un escalofrío de duda, un vacío de vertigo, una intensa crispación de desconfianza"[vii]. Como solución Bulnes propuso que el lugar de la dictadura fuese ocupado por el gobierno de las leyes. (Sugerencia parecida a la de la doctrina constitucionalista en su lucha contra el absolutismo durante los siglos XVII, XVIII y XIX en el viejo continente). No obstante, ante éste y otros llamados la dictadura se mantuvo impávida.
En su declive el porfiriato también observó el debilitamiento de la antigua unidad de la élite. Entre las distintas facciones destaca la encabezada por el General Bernardo Reyes más inclinada hacia los poderes regionales y militares, y la lidereada por Limantour ligada a las finanzas y los inversionistas extranjeros. Los equilibrios internos del grupo en el poder se perdieron, factor que precipitó la caida del régimen. Otro elemento, a decir verdad más coyuntural pero significativo, fue la entrevista que Díaz le concedió al periodísta norteamericano James Creelman, cuya traducción al español apareció en el periódico El Imparcial el 4 de marzo de 1908. En ella el jerarca dijo que no buscaría la reelección y que vería con buenos ojos la formación de un partido de oposición. El revuelo, como era de esperarse, fue mayúsculo[viii]. Se incrementaron las expectativas de avanzar hacia un orden diferente. Pero en realidad el autócrata no pensaba así: obstinado en mantener el mando se lanzó a otra reelección y fue reacio a aceptar la competencia que le presentó el maderismo.
El asunto que nos interesa, como decía, consiste en saber por qué y cómo algunos de los rasgos que se han resaltado aquí se trasladaron al sistema que se implantó a raíz del triunfo de la revolución, y por qué han llegado hasta nuestros días dificultando el proceso de democratización.
Pues bien, recordemos que la rebelión animada por Francisco I. Madero tuvo una inspiración profundamente democrática constatables en su libro La sucesión presidencial en 1910 y en el Plan de San Luis, así como en la manera en que se condujo en la lucha desde la oposición y en la gestión del poder cuando fue presidente de la república[ix]. Al llegar a la suprema magistratura, creyó en la imparcialidad de las instituciones que había heredado y que a través de ellas se podría implantar un régimen de libertades. Los hechos lo desmintieron dolorosamente. Su trágica muerte, acaecida en febrero de 1913 a raíz del golpe de Estado encabezado por Victoriano Huerta, desató la luchas armada dividida en dos etapas: una, en la que se derrotó al ejército y a la oligarquía porfiristas; otra, en la que una de las facciones revolucionarias, la carrancista, dominó a las otras, aglutinadas primordialmente en la Convención de Aguascalientes. Por cierto, Carranza, no tomó tanto en cuenta el ideario maderista sino el que sugirieron personas como Emilio Rabasa y Andrés Molina Enriquez, más inclinado a la continuidad del gobierno de una persona respaldado por una nueva constitución. La Carta Magna de 1917 combinó, en efecto, el poder omnímodo de la institución presidencial con las reformas sociales.
La manera de proceder del carrancismo fue proverbial en materia de autoritarismo y corrupción, tanto así que en ese tiempo se acuño el verbo "carrancear" para indicar, el cohecho, la componenda o simplemente el robo. Por allí se coló el patrimonialismo y encontró su continuidad el mando autoritario.
A pesar del triunfo de los constitucionalistas en varias regiones el poder efectivo seguía en manos de caudillos respaldados por poblaciones armadas; la Constitución de Querétaro era más una idea por ser plasmada que una realidad; dentro del mismo ejército constitucionalista había desavenencias cada vez más fuertes. Esas disputas internas fueron a parar en el Plan de Agua Prieta por medio del cual un segmento importante de los constitucionalistas desconoció a su antiguo jefe, Carranza, por la arbitrariedad con la que se condujo y por la falta de respeto a la ley y al voto ciudadano. El pronunciamiento produjo la persecusión y posterior asesinato del Barón de Cuatro Ciénegas en mayo de 1920 en Tlaxcalaltongo[x]. Tomó las riendas Alvaro Obregón ayudado principalmente por Plutarco Elías Calles. Buena parte de los años veinte contempló los esfuerzos de esos líderes sonorenses por montar a México en los rieles del nuevo sistema aun en medio de levantamientos al estilo de la asonada que encabezó el General Adolfo de la Huerta a fines de 1923 o la "rebelión de los cristeros" de 1926.
En mi opinión los años 1928 y 1929 son clave para entender el nacimiento del régimen de la revolución. Los apetitos reeleccionistas, de reminiscencia porfiriana, entusiasmaban a los hombres que habían llegado al poder. Obregón, quien ya había ocupado la primera magistratura entre 1920 y 1924, intentó repetir en la Jefatura del Ejecutivo en 1928. Pero el Manco de Celaya, siendo presidente electo, fue asesinado, en julio de ese año, en el parque de la Bombilla en San Angel. Tal crimen abrió una crisis de gobierno que hizo pensar en la formación de un partido, el Nacional Revolucionario (PNR), que aglutinara a los caudillos revolucionarios. No obstante, aun habiendo logrado ese propósito, el peso de los caciques era indiscutible[xi].
En una convivencia difícil y contradictoria entre las inclinaciones caudillistas y la institucionalidad que se abría paso, la política se debatía entre la disgragación y la unidad, entre la multitud de poderes locales con pretensiones de autonomía y el esfuerzo por construir el Estado de la revolución.
El cardenismo fue un paso adelante en el camino de la institucionalidad: la escena dejó de estar dominada por los jefes regionales; empezaron a emerger las grandes organizaciones de masas. El poder cobró otra tonalidad al dejar de ser una cuestión de unos pocos y sus incondicionales; a golpe de movilizaciones multitudinarias los trabajadores, los campesinos, las clases populares impusieron su presencia en un terreno, el político, tradicionalmente vedado para ellos.
Con un respaldo así, Cárdenas logró deshacerse por la vía incruenta de Calles que se había erigido como el Jefe Máximo de la revolución después de las muertes violentas de Carranza y Obregón. El fundador del PNR, conviene apuntarlo, inclinó la balanza para que tres hombres sobre los cuales ejercía influencia ocuparan consecutivamente la presidencia de la república, Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez. Quería hacer lo mismo con Cárdenas para prolongar el "maximato", pero no lo logró porque el jiquilpense le opuso una manera distinta de hacer política, no de alianzas entre camarillas sino de compromisos con las masas organizadas.
Ilustrativo de la política cardenista es el cambio operado en el partido oficial el cual dejó de ser una coalición de caudillos (PNR) para convertirse en una formación de grandes o confederaciones sociales definidas sectorialmente (PRM).
Debemos reconocer, por encima de la prolongación del gobierno fuerte y del patrimonialismo, que dos cosas hicieron distinto al régimen de la revolución frente al porfiriato. En primer lugar, el que se hubiera podido resolver la continuidad del sistema sin tener que echar mano de la reelección de una persona específica en la presidencia; en segundo, el diseño de un esquema mediante el cual los grandes sectores populares tendrían acceso y presencia en la vida pública. Asentadas en la política lo propio de esas masas y sus organizaciones sería presionar para que el principio de justicia social fuera la pauta de acción del nuevo gobierno. Así surge la alianza entre el Estado y las masas que se expresó de muchos modos, entre los cuales se encuentran la expansión del aparato público para atender las demandas populares, y los copiosos sufragios en favor de los candidatos postulados por el partido de la revolución. Esa alianza también sirvió para respaldar el programa de nacionalizaciones que el gobierno de la república se propuso llevar a cabo, comprendida de manera especial, la expropiación petrolera.
La expresión ideológica de esta manera de hacer política se fundamentó en el nacionalismo revolucionario. Dicho de otro modo: el nacionalismo revolucionario no se entiende sin las alianzas y el respaldo de las masas sociales a las políticas nacionalistas del Estado.
Puestas las bases del modelo que la Constitución de 1917 trazó, México inició un periodo de estabilidad. El lapso de tiempo que corre entre 1940 y 1976 tiene peculiaridades por demás interesantes. En él, por ejemplo, se pasó del militarismo al civilismo; se echó a andar el proceso de desarrollo económico interno poniendo condiciones a la penetración del capital extranjero. Tuvieron efecto las estrategia de industrialización, de desarrollo estabilizador y de desarrollo compartido. A tanto llegó el virtual éxito económico que se habló del "milagro mexicano". Se ampliaron los servicios educativos en manos del Estado, lo mismo que la atención a la salud, la vivienda, la alimentación, la protección laboral, las comunicaciones, el fomento técnico y crediticio al campo, la urbanización, la protección a la infancia. Se crearon empleos a granel; el poder adquisitivo de la población aumentó. La clase media creció.
La movilidad y el ascenso sociales fueron posibles también por una constante expansión de las actividades productivas, comerciales, financieras, agropecuarias y de servicios. Incluso surgieron ramas que jamás se hubiera pensado que tuviesen tanto éxito como el turismo, la industria cinematográfica, la producción editorial, la radio, la prensa y más adelante la televisión. Se multiplicaron las empresas públicas. Entre ellas, por citar sólo algunas, PEMEX, la Comisión Federal de Electricidad, el IMSS, el ISSSTE, Altos Hornos de México, Industria Eléctrica Mexicana, Industria Petroquímica Nacional, la Comisión del Papaloapan, Caminos y Puentes Federales de Ingresos y Servicios Conexos, INFONAVIT, CONACYT, la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacional. Al amparo de la expansión estatal surgieron muchas empresas privadas encabezadas y operadas por mexicanos. Se podía hablar efectivamente de una etapa de esplendor; había esperanza en el futuro.
Así se consolidó una nueva élite a la que Frank Brandenburg bautizó con el nombre de "familia revolucionaria" cuyo jefe normalmente fue el presidente en turno[xii]. Salvo ese indicio, su composición exacta siempre ha sido un misterio aunque se supone que forman parte de ella algunos ex-presidentes, miembros prominentes del gabinete, empresarios destacados, líderes de los trabajadores, ciertos gobernadores. Es la época de políticos y funcionarios de gran capacidad como Narciso Bassols, Javier Rojo Gómez, Gustavo Baz, Rodolfo Sánchez Taboada, Jaime Torres Bodet, Alfredo del Mazo Vélez, Javier Barros Sierra, Manuel Tello, Salomón González Blanco, Ernesto P. Uruchurtu, Marte R. Gómez, Antonio Carrillo Flores, Antonio Ortíz Mena, Jesús Reyes Heroles.
Tres parecieron ser las reglas fundamentales de la élite: mantener la unidad pese a los distintos intereses personificados en sus miembros; arreglar sus problemas internos con discresión en el seno del clan; no eliminarse fisicamente entre sí como lo habían hecho, en cambio, muchos revolucionarios. Mantener esas reglas era importante no sólo por razones internas a la "familia" sino también para contribuir a la estabilidad política del país.
Es cierto que el régimen de la revolución creó un aparato gubernamental sólido siguiendo disposiciones institucionales y legales más estrictas; hubo una mayor jerarquía y formalidad en los cargos. Así y todo, no resolvió el problema de la corrupción. Ese fenómeno volvió a permear diversos segmentos de la pirámide social y política. Por eso a la administración pública mexicana se le clasifica como una "burocracia patrimonialista"; continúa a mitad de camino entre lo antiguo y lo moderno. Al respecto debemos sostener categoricamente que, ninguna modernidad es posible mientras el arcaismo patrimonial propio de los siglos XVI y XVII siga allí. Difícilmente la economía y la sociedad prosperan llevando a cuestas una carga tan onerosa.
No quiero decir con ello que el declive experimentado por la economía a finales de los años setenta se deba sólo al patrimonialismo, pero es inegable que él contribuyó a que el milagro se desvaneciera.
En las postrimerías de la etapa intervencionista muchas cosas comenzaron a languidecer: las bases ideológicas, la expansión del aparato público, la búsqueda de la justicia social, el vigor de las reformas, las tasas de crecimiento, el flujo del consenso, la movilidad social. Hubo burocratismo, déficit en las finanzas públicas, endeudamiento externo. El poder adquisitivo se debilitó; la calidad de los servicios proporcionados por el Estado dejó mucho qué desear. Los compromisos sociales se postergaron; en cambio, no se abandonó el verticalismo cuyas expresiones más gráficas siguieron siendo el "dedazo" y el "tapado".
Tácitamente se rompió el pacto histórico entre los trabajadores y el Estado, aunque la sumisión de las centrales corporativas del partido oficial a las políticas gubernamentales se mantuvo. La superioridad, en los hechos, de la institución presidencial respecto de la constitución fue una evidencia irrefutable. El poder por encima de la ley representó la prueba más elocuente de la negación del verdadero espíritu del constitucionalismo.
El modelo de desarrollo asumido desde los años treinta era insostenible. En su lugar se adoptó otro inspirado en el liberalismo económico. A finales de los ochenta muchas cosas se transformaron en su opuesto: en lugar de las nacionalizaciones, las privatizaciones; en vez de la protección a la economía nacional, la apertura al capital extranjero; en sustitución del discurso nacionalista, la admiración por el american way of life; en vez de contemplar al Estado como el primer promotor del desarrollo, se miró como un obstáculo para el avance de la "modernización". Cualquier referencia al problema social o a la justicia distributiva, fue calificado despectivamente como "populista". En términos ideológicos el neoliberalismo (disfrazado de liberalismo social) desbancó al nacionalismo revolucionario y se convirtió en la nueva doctrina justificadora de la desigualdad. Los ideales originarios se transformaron es su opuesto.
Todo esto se hizo por medio de unas elecciones que siempre dejaran duda sobre sus verdaderos resultados, pero que permitieron a un puñado de especialistas en economía reforzar la estrategia modernizadora[xiii]. Se trata de un grupo que se ha alejado por decisión propia de la herencia de la revolución; en su opinión, sólo recurren a ella, a la revolución, los nostálgicos que miran al pasado porque no tienen la capacidad de entender el futuro, el "mundo globalizado"[xiv].
La similitud de los tecnócratas con los científicos ha sido puesta en evidencia una y otra vez. Es más, se ha llegado a hablar de que en sus intenciones está la de llevar a cabo una verdadera y propia "restauración" sobre todo en lo que hace al embeleso por lo extranjero, a la rehabilitación del darwinismo social como forma de contemplar las relaciones humanas, al favorecimiento consciente de los privilegios de unos cuantos y la marginación de la mayoría de la población de los beneficios del desarrollo, a la perpetuación de un sistema autoritario. Lo que en todo caso llama la atención es el marcado contraste entre la entrada triunfalista de ese grupo a la escena pública, y la estrepitosa caida del modelo que enarboló con la devaluación de diciembre de 1994.
Por si fuera poco, al descalabro económico hay que añadir los escándalos de corrupción protagonizados por algunos miembros de la élite política y empresarial, muestra del peor patrimonialismo que pueda haber ¿De qué modernización se puede hablar en tales circunstancias? ¿Habrá muestra más palmaria de las inconveniencias del presidencialismo exacerbado? Allí el discurso del liberalismo económico aparece tan sólo como un ropaje que encubrió el pragmatismo más burdo.
La estrategia modernizadora ya no las tiene todas consigo; se está aislando políticamente; ya no cuenta con los apoyos que alguna vez tuvo de sectores importantes de la sociedad y de la política nacionales así como del extranjero. Incluso el propio partido oficial, en su XVII asamblea, marcó su distancia frente a esa estrategia al desechar el liberalismo social de su marco ideológico y retomar el nacionalismo revolucionario.
El descrédito está sustentado en hechos concretos: muchas ramas productivas han sufrido una contracción, multitud de empresas han tenido que cerrar, el desempleo y el subempleo están a la orden del día, la inversión productiva ha disminuido sensiblemente, el campo está en una situación deplorable; las expectativas de ascenso social son raquíticas por no decir nulas; se ha concentrado brutalmente la riqueza en una cuantas manos en tanto que más de la mitad de la población sufre los rigores de la miseria; la clase media se está pauperizando. Para qué vamos más lejos: la responsabilidad básica de cualquier gobierno, que es la de preservar el orden público, tampoco está siendo cubierta a cabalidad. No tenemos que ir a buscar muy lejos los signos de debilidad del poder público: secuestros, narcotráfico, asaltos, asesinatos, despojos, incremento de guardias blancas, impunidad y, en otro nivel, levantamientos armados. Ni siquiera podemos decir, como Bulnes en las postrimerías del porfiriato, que la paz todavía está en las calles, centros de diversión, teatros, templos y caminos. Lo que sí podemos decir con él es que las conciencias ya no están tranquilas.
Otro síntoma de debilidad es el haber cedido ante las presiones para que se modificara el artículo 130 constitucional. El laicismo del liberalismo juarista y del régimen de la revolución sufrió una reinterpretación "modernizadora" bastante dudosa. De lo que no debe haber sospecha, en cambio, es de la actualidad del dicho napoleónico sobre la necesaria alianza entre los gobiernos que tienen como línea la desigualdad y la jerarquía católica.
Si volteamos los ojos a la élite veremos que las tres reglas que regularon su comportamiento ya no son observadas tan escrupulosamente. La unida interna está bastante menguada. La mesura para manejar y resolver las discrepancias internas ya no se encuentra entre sus virtudes. El pacto de no agresión que tan celosamente había sido respetado se rompió con asesinatos que tienen la traza de las famosas "conjuras de palacio". El relajamiento de la cohesión interna de la élite en el poder, obviamente va en detrimento del orden general.
Haciendo una evaluación del momento que atravesamos podríamos decir que en él se presenta el empalme problemático de dos crisis de gran envergadura. Una tiene que ver con el agotamiento del modelo político basado en el presidencialismo, la unidad de la "familia revolucionaria" y la hegemonía del partido oficial; otra se relaciona con el fracaso no de un modelo económico sino de dos consecutivamente, el intervencionista y el neoliberal.
Desde ese mirador lo que se ve es que hubo fallas en el diseño del sistema porque el constitucionalismo, como doctrina jurídica y política, fue esgrimido en el mundo moderno para someter el poder personal al mandato de la ley; pero en el caso de México esa doctrina ha sido evocada sin cubrir su propósito primordial porque en la práctica quien ostenta el poder ha tenido los elementos suficientes para ponerse por encima de la norma. En nuestro país no termina de cuajar el Estado de derecho entendido como aquel Estado en el que todos los poderes públicos, incluso el de la presidencia de la República, están subordinados efectivamente a la ley.
Lo que se ha evidenciado es que un mandato autocrático prolongado, que se pensó, en términos porfirianos y--toda proporción guardada--carrancistas, como la manera más efectiva para integrar y fortalecer al país, se convirtió a la postre en causa de debilidad de la nación. Si algo se necesita hoy es resolver ese defecto en el diseño constitucional para que el poder presidencial, como lo quería el maderismo, sea sometido a la observancia de la norma jurídica. Es preciso pasar de una vez por todas de un régimen personal a uno de derecho, o, parafraseando a Francisco Bulnes, el sucesor del presidencialismo debe ser la ley, al igual que el sucesor del patrimonialismo debe ser un sistema institucional eficiente y honesto[xv].
Pero así como encontramos algunos faltantes que no han sido cubiertos es justo reconocer que en el momento actual también hay avances como la presencia de nuevos actores sociales y políticos que ya no obedecen a la lógica corporativa sino al pluralismo. Tales sujetos tiene sus referentes en corrientes renovadoras del partido oficial, en sectores moderados de los partidos de oposición, en agrupaciones sindicales autónomas, en medios de comunicación alternativos, en organizaciones civiles, en grupos de intelectuales y políticos independientes, en organizaciones urbanas y campesinas, en agrupaciones ecologistas, empresariales, civiles, etcétera. Como dice Scumpeter, lo que caracteriza a la democracia es la presencia de muchas élites y eso, aunque de manera incipiente, está pasando en nuestro país.
Son expresiones organizativas de una sociedad en efervescencia, que quiere dejar atrás al viejo sistema. Este intento de autonomización está entre los signos más frescos y prometedores de la transfomación a la que acudimos. Pero estas expresiones no encuentran aún acomodo en un nuevo esquema de mediaciones. Hay un anquilosamiento agravado por un verdadero y propio "cuello de botella evolutivo"--como lo llama Danilo Zolo--producido por el liberalismo económico que permitió que el poder político y económico se concentrara aún más. Por ese motivo la balanza no termina de inclinarse hacia el lado renovador: en el otro polo se acumulan fuerzas--pocas, pero muy poderosas--que no simpatizan de la mutación democrática.
Es verdad que en los últimos años también han habido avances en algunas áreas como la electoral. Efectivamente las elecciones han ocupado un lugar, que antes no tenían, en nuestra vida pública y que bajo una genuina presión popular se han podido realizar comicios menos amañados. Sería insensato desconocer las evoluciones positivas en materia legislativa e institucional en ese sentido.
Aún así, vale una observación: los signos positivos de nuestra evolución política han sido tomados, por algunas personas, como pruebas contundentes de que ya todo se mueve, sin trabas, hacia la democratización. Según una opinión común, gracias a estos avances la transición a la democracia no tiene vuelta de hoja. Parece que algunos, en su determinismo, no se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, de que la transición no está garantizada; al igual que cualquier proceso histórico pueden sufrir reversiones o desviaciones.
También en el porfiriato hubo gente que pensó que el sistema evolucionaría hacia otro diferente, de hechura democrática; el punto inamovible era la continuidad de la paz; la paz considerada como un bien imperecedero. Pero no fue así. Se olvidó un dato importante: en México jamás ha sucedido que un grupo ceda el poder a otro de manera incruenta.
Ese es un estigma del que hoy debemos liberarnos no por la ruta fácil de decir que todo se va a resolver satisfactoriamente, casi por designio divino, sino por la vía de un ejercicio racional e incluyente de la política que evite precisamente la caida en la no-política, es decir, en el conflicto violento y destructivo.
El peligro debe ser conjurado dándole solución al empalme problemático entre la crisis política y económica. Sí, ¿pero cómo? Convengamos en que la cuestión es tremendamente compleja pero, en vía de principio, avanzo alguna opinión al respecto: Desde hace siglos se sabe que lo fundamental para salir de una situación adversa y entrar en una condición favorable es la estipulación de un acuerdo entre las partes. En nuestro caso se trataría de un compromiso de gran envergadura para poder dar paso a la formación de un nuevo bloque político y social que asuma la conducción del país para implantar un modelo diferente del que nos ofreció el salinismo, es decir, la combinación entre el autoritarismo y el liberalismo económico.
Debemos recuperar la política entendida como el arte de la mediación. Al recuperarla se abriría la posibilidad de salir del ciclo iniciado en 1876 y que tuvo, precisamente, como eje la mezcla entre el libre mercado y el autoritarismo.
Por cierto, delante de lo que ultimamente se quiso hacer para "modernizar" al país viene a la memoria la famosa frase escrita por Marx al inicio del dieciocho brumario de Luis Bonaparte: "Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra como farsa"[xvi]. Acaso el salinismo fue la parodia involuntaria del porfiriato.
Líneas más adelante, Marx presenta una frase que trasladada a nuestro medio adquiere un significado especial: "Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraido a una época fenecida"[xvii]. Y efectivamente a lo que nos llevaron fue a algo semejante a esa etapa previa a la revolución. Por ello, para no quedar retrotraidos a una circunstancia tan deplorable, convendría saltarla a partir de una negociación política en la que intervinieran todas las fuerzas simpatizantes de la democracia.
La política democrática no sólo permite la adopción de un procedimiento para asumir ciertas reglas del juego distintas de las que han prevalecido; no es la simple asunción técnica de un método diferente, sino, además, es un medio sustentado en ideales históricos.
La constelación de ideales democráticos es la que debe guiar nuestros pasos; esa es la ruta a seguir en el sentido ascendente--no circular, ni regresivo--de la modernidad. En el propósito afortunadamente se cuenta con el apoyo de las propuestas que están reforzando actualmente el proyecto de la modernidad (pienso en las tesis de Habermas, Bobbio, Rawls, Veca), para hacer frente a la marejada de tendencias antimodernas como el nihilismo, el relativismo radical, el escepticismo, el posmodernismo, el realismo desencantado, el pragmatismo, o simplemente la reivindicación del conservadurismo más rampante. Amasijo de tendencias que, también en México, se nos ofrecen engañosamente como el último grito de la moda, en realidad decadentista.


[i]. Arnaldo Córdova, La ideología de la revolución mexicana, cit., p. 15.
[ii]. Roger D. Hansen, La política del desarrollo mexicano, Siglo XXI, México, 1971, p. 217.
[iii]. Charles C. Cumberland, Madero y la Revolución Mexicana, Siglo XXI, México, 1977, pp. 14-15. En una nota a pié de página el autor agrega un dato interesante: "Durante los primeros cincuenta y cinco años de su existencia nacional, México fue víctima de tres revoluciones de primera magnitud y aproximadamente un centenar de golpes de Estado y movimientos menores".
[iv]. Tomo este fragmento de Francois-Xavier Guerra, México: del antiguo régimen a la revolución, tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 154.
[v]. Ibidem, tomo II, p. 79.
[vi]. Cfr. Georges Lefebvre, La revlución francesa y el imperio (1787-1815), Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 192.
[vii]. Citado por Francois Xavier Guerra, Op. cit., tomo II, pp. 93-94.
[viii]. Sobrevinieron comentarios y libros a granel. Entre algunos de los textos elaborados a raíz de la entrevista Creelman se pueden enumerar ¿Hacia dónde vamos?, de Querido Moheno, Las cuestiones electorales, de Manuel Calero, La organización política de México, de Francisco P. Sentíes, y, El problema de la organización política de México, de Ricardo García Granados.
[ix]. Francisco I. Madero, La sucesión presidencial en 1910, Editorial Offset, México, 1985. "Plan de San Luis", contenido como anexo al libro de Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Méxicana, cit., p. 429.
[x]. Ese Plan evocaba la doctrina de la soberanía popular y denunciaba la serie de atropellos que Carranza, siendo presidente de la república, había cometido contra esa premisa básica de la democracia: Carranza, dice el documento, "ha burlado de manera sistemática el voto popular; ha suspendido, de hecho las garantías individuales; ha atentado repetidas veces contra la soberanía de los Estados y ha desvirtuado radicalmente la organización de la República". Por esas y otras razones se le desconoció como Primer mandatario. En términos políticos el punto fue que Carranza apoyó al Ingeniero Ignacio Bonillas para ser candidato a la presidencia de la república y era contrario a que el General Alvaro Obregón se lanzara como candidato a presidente. Las fricciones llegaron a tal extremo que vino ruptura violenta entre los dos. El Plan fue expresión de ese conflicto. Crf. "Plan de Agua Prieta", contenido en el texto compilado por Manuel González Ramírez, Planes políticos y otros documentos, Fondo de Cultura Económica, México, 1954, pp. 251-261. El Plan también se encuentra publicado en el libro de Pedro Castro Mertínez, Adolfo de la Huerta y la Revolucion Mexicana, Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1992, pp. 158-160.
[xi]. Allí estaban para demostrarlo Rodríguez Triana en Coahuila; Rodrigo M. Quevedo en Chihuahua; Carlos Real en Durango; Melchor Ortega en Guanajuato; Saturnino Osornio en Querétaro; Rodolfo Elías Calles en Sonora; Tomás Garrido Canabal en Tabasco; Galván, Aguilar y Tejeda en Veracruz; Matías Ramos en Zacatecas. Crf. Arnaldo Córdova, La formación del poder politico en México, ERA, México, 1987, p. 50.
[xii]. Frank R. Brandenburg, The Making of Modern Mexico, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, N.J., 1964. El primer capítulo de ese libro está dedicado precisamente al estudio de la familia revolucionaria.
[xiii]. A decir verdad la presencia de la tecnocracia en el aparato gubernamental mexicano no es tan reciente, aunque sí la toma del poder supremo. Ya Raymond Vernon en su libro El dilema del desarrollo económico de México (Diana, México, 1966, pp. 153-169), había destacado la presencia de grupos de esa extracción desde los años cuarenta aunque animados no por el neoliberalismo sino por el nacionalismo.
[xiv]. Sobre el ascenso, la composición y los valores manejados por la tecnocracia salinista cfr. Roderic Ai Camp, La política en México, Siglo XXI, México, 1995, pp. 126-147.
[xv]. La modernidad política también está caracterizada por el abandono de la administración patrimonial propia de la época feudal y la adopción del sistema legal racional mediante la formación de las monarquías absolutas. Sistema legal racional que también asumieron las repúblicas. En Europa el paso de un sistema a otro se produjo entre los siglos XVI, XVII y XVIII. Lo curioso es que en México la formación de un gobierno centralizado y autocrático no dió pié al abandono del patrimonialismo. Tanto en el caso del porfiriato como en el del presidencialismo del régimen de la revolución ese sistema logró subsistir mezclado con algunos elementos del sistema burocrático. Gina Zabludowsky en su libro, Patrimonialismo y modernización, afirma: "En realidad el decaimiento de lo que varios autores han caracterizado como 'patrimonialismo mexicano' exigiría cambios significativos en dos de las esferas básicas que lo han caracterizado: la relación subordinada de los otros dos poderes...al ejecutivo y la estructura del cuerpo de funcionarios que debiera regirse por su eficiencia y profesionalismo más que por su lealtad incondicional al lider". Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 178. Por su parte en referencia al patrimonialismo en nuestro país Lorenzo Meyer observa: "Quienes han examinado el funcionamiento del sistema político mexicano a partir de 1940 están de acuerdo en que es en el jefe del poder ejecutivo donde convergen todos los canales de información y de donde parten las decisiones importantes; o sea el centro nervioso e indiscutible de la política mexicana. La forma que tomó la interacción entre el presidente, sus colaboradores y el resto de los actores políticos tuvo un carácter casi patrimonial", "La encrucijada", en Historia general de México, tomo 4, SEP/El Colegio de México, 1982, p. 243.
[xvi]. Carlos Marx, "El dieciocho brumario de Luis Bonaparte", en C. Marx, F. Engels, Obras escogidas, Progreso, Moscú, s/f, p. 95.
[xvii]. Ibidem., pp. 96-97.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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