martes, 15 de abril de 2008

El liberalismo democrático en México, 8a parte

8a parte


AUTOCRACIA Y DEMOCRACIA[1]

Comparto la preocupación de Piero Meaglia[i] de que no existe una teoría confiable de la democracia y, por tanto, de la autocracia contemporáneas. Para resolver esta carencia sugiere confrontar las doctrinas sobre la democracia y la autocracia con lo que sabemos o creemos saber de estos regímenes, para construir una teoría cada vez más acorde con la realidad. En consecuencia, Meaglia propone tomar en consideración la teoría política y jurídica de Kelsen, quien es considerado como uno de los seguidores más rigurosos de las ideas de Rousseau.
El pensador austriaco, que nació en 1881 y murió en 1973, presentó una nueva tipología de las formas de gobierno más cercanas a la política contemporánea, basada en el antagonismo entre la autocracia y la democracia. La nueva tipología se apoya en un criterio totalmente distinto del adoptado hasta entonces, que tomaba en cuenta al número de gobernantes (de Aristóteles en adelante esa fue la pauta para diferenciar a los regímenes políticos); monarquía si es uno, aristocracia si son pocos y democracia si son muchos, y sus respectivos opuestos o sea, la tiranía, la oligarquía y la oclocracia. En contraste, Kelsen toma en consideración la manera en que un régimen regula la producción de las leyes. Ellas pueden ser creadas, y continuamente modificadas, desde arriba o desde abajo. Desde el vértice cuando los destinatarios de las normas no participan en su creación; desde la base cuando sí intervienen.
Para justificar su tipología Kelsen se remite a la distinción kantiana entre normas heterónomas y autónomas: cuando los destinatarios no participan en la creación de las normas, es decir, que vienen desde arriba, la forma de producción es heterónoma; cuando los destinatarios sí participan en la formación del ordenamiento jurídico, vale decir, cuando brota desde abajo, la forma de producción es autónoma. Estas dos maneras de proceder se identifican respectivamente con dos formas de gobierno, la autocracia y la democracia. Se puede decir lo mismo de otra manera: la forma de gobierno autocrática es aquella en la cual los destinatarios de las leyes no participan en su cración (heteronomía); la democrática, por el contrario, es aquella en la que los destinatarios sí intervienen en su formación (autonomía). La adopción de este criterio hace que Kelsen critique la tricotomía basada en el número de gobernantes (monarquía, aristocracia y democracia) y sugiera la dicotomía basada en la producción de la norma (autocracia, democracia): "No solamente el criterio de la clasificación tradicional, también la tricotomía tradicional es insuficiente. Si el criterio clasificador consiste en la forma en que, de acuerdo con la constitución, el orden jurídico es creado, entonces es más correcto distinguir, en vez de tres, dos tipos de constituciones: democracia y autocracia"[ii].
Sin ambargo, debe aclararse que en el lenguaje cotidiano la dicotomía más usada es democracia/dictadura; pero el término dictadura evoca realidades particulares bien conocidas en América Latina. Precisamente por eso no me ocupo aquí de la dictadura; me mantengo, más bien, en la tipología kelseniana, en cuanto modelo teórico formal y general. Al tomar en cuenta especies particulares de una y otra no considero casos de dictadura, sino formas políticas que interesan a la realidad mexicana.
Autocracia y democracia son dos tipos opuestos de Estados. De aquí surge la necesidad de adoptar ciertos criterios de distinción para aclarar su naturaleza. Del análisis que Meaglia hace me interesa resaltar tres pautas de diferenciación en torno al binómio: la libertad, la paz y el compromiso. Sin embargo, dichos criterios no son los únicos para diferenciar a la democracia y a la autocracia; para completar el esfuerzo de Meaglia sugiero otros tres elementos que, a mi juicio, están presentes en la tradición del pensamiento político occidental: la igualdad, la visibilidad del poder y un cierto criterio del hombre.

1. Libertad, paz y compromiso
El hombre es políticamente libre cuando participa en la creación del ordenamiento jurídico al cual está sujeto, mientras que no es políticamente libre cuando se le excluye de la elaboración de tal ordenamiento. El caso límite de la democracia es cuando todos los individuos participan en la definición del mandato (es la democracia directa evocada por Rousseau, donde hay una realización completa de la libertad política); por contra, el caso límite de la autocracia es cuando un sólo individuo establece el mandato político (Hegel recordaba como ejemplo paradigmático el del despotísmo oriental, donde uno solo es libre, el autócrata). Sin embargo, Kelsen reconoce que en la práctica no hay Estado que se apegue estricamente a alguno de los dos extremos ideales; hoy ya no hay regímenes de democracia directa ni sistemas de autocracia absoluta. Entre estos dos casos límite se encuentra cualquier posible forma de Estado, de suerte que en todo cuerpo político hay una mezcla de ambos; algunos se acercan a la democracia y otros a la autocracia. Un régimen se llama democrático cuando en él las decisiones que atañen a la colectividad son tomadas preferentemente de abajo hacia arriba; en contraste, un sistema es llamado autocrático cuando en él las decisiones que involucran al conjunto son definidas preponderantemente de arriba hacia abajo.
La forma de democracia más común en el mundo occidental es la república parlamentaria; la forma de autocracia que me interesa contraponer a este tipo de democracia por interesar al caso mexicano es la república presidencialista (en efecto, dentro de los ejemplos de autocracia, Kelsen incluye a la república presidencialista)[iii]. El parlamentarismo y el presidencialismo son las formas que han terminado por prevalecer en la discusión sobre la democracia y la autocracia[iv]. En la república parlamentaria el ordenamiento jurídico es creado, aunque de manera indirecta, desde abajo; en la república presidencialista la ley es producida, aunque existan órganos de representación popular, desde arriba.
La paz es el segundo criterio de distinción entre la autocracia y la democracia: la solución de las controversias mediante la imposición es propia de la autocracia, en tanto que el arreglo de las disputas por medio de los acuerdos es propio de la democracia. Cuando se mira a quien tiene intereses y puntos de vista diferentes del nuestro como un interlocutor con el que se puede dialogar y llegar a un arreglo pacífico, es posible la solución de los antagonismos; pero cuando se considera que los otros son enemigos que deben ser sometidos para que prevalezcan nuestros intereses y puntos de vista, el arreglo de las controversias se deja en manos de la imposición.
El compromiso es el tercer criterio de diferenciación. Al respecto Meaglia afirma: "Kelsen entiende por compromiso un acuerdo entre las partes, por medio del cual éstas renuncian a algunas de sus pretensiones y a la vez conceden algo de las pretensiones de la contraparte, de manera que se pueda encontrar un punto de equilibrio"[v]. Para solucionar los conflictos hay dos caminos: el acuerdo o la imposición. La democracia es discusión, compromiso y participación; la autocracia es silencio, sumisión y disciplina. Un parágrafo de la Teoría general de Kelsen se intitula significativamente "Democracia y compromiso" y en él sostiene que "el compromiso forma parte de la naturaleza misma de la democracia"[vi]; en cambio, la imposición forma parte de la naturaleza misma de la autocracia[vii].
Hasta aquí hemos hecho referencia a los tres criterios de distinción que Meaglia destaca del pensamiento político y jurídico de Kelsen. Así y todo, siguiendo a Meaglia, el compromiso determina a los otros dos. La libertad y la paz dependen de la capacidad de establecer acuerdos: "El compromiso entre intereses, de un lado, permite realizar de manera más amplia el ideal de la autonomía y, de otro, mantener un clima de paz en el conflicto de intereses"[viii]. La forma de gobierno más adecuada para realizar el compromiso es la democracia parlamentaria. Esta consideración mueve a Meaglia a sostener:
en el sistema de Kelsen la capacidad de la democracia parlamentaria para realizar los valores de la libertad y de la paz se basa en la capacidad de la democracia para realizar el compromiso entre intereses divergentes: de un lado, las decisiones que derivan del compromiso constituyen el máximo acercamiento posible a la idea de la libertad como autonomía; de otro lado, el compromiso favorece el mantenimiento de un ambiente pacífico en los conflictos de intereses[ix].
Sin duda los tres criterios referidos son básicos para poder elaborar una teoría de los dos regímenes en cuestión. Con ese mismo fin me parece pertinente agregar tres pautas de distinción localizables en la tradición de la filosofía política: como se ha indicado, la igualdad, la visibilidad del poder y un cierto concepto de hombre. Deseo a continuación argumentar su validez.

2. Igualdad, visibilidad y concepto de hombre
Uno de los contrastes más relevantes en la historia del pensamiento político moderno, es el que divide a quienes sostienen principios autocráticos (ex parte principis) y quienes enarbolan principios democráticos (ex parte populi), para utilizar la terminología de Norberto Bobbio[x], filósofo cercano a las tesis políticas y jurídicas de Hans Kelsen. Tomemos como autores representativos de una y otra posición a Hobbes y a Rousseau. Para el primero una vez constituido el Leviatán la relación de poder implica la heteronomía, de superior a inferior; para el segundo una vez que se constituye el Yo común la relación de poder conlleva la autonomía que excluye cualquier jerarquización. En consecuencia, la autocracia es una forma de gobierno que requiere la desigualdad; la democracia es el régimen que exige la igualdad. Y me refiero específicamente a la desigualdad y a la igualdad en referencia al poder.
Para los partidarios de la autocracia el objetivo es la eficacia del poder. La mayor eficacia se obtiene allí donde tendencialmente se concentra más el poder. Para los simpatizantes de la democracia el objetivo es la libertad (como autonomía). La mayor libertad se obtiene allí donde tendencialmente se distribuye más el poder. La autocracia necesita la desigualdad porque requiere la concentración del poder decisional para garantizar su eficacia; la democracia exige la igualdad porque necesita la distribución del poder decisional para hacer posible la libertad política. Una propicia la pasividad de los súbditos, otra la participación de los ciudadanos. En la primera la decisión política es producto de la voluntad de uno solo (o de pocos); en la segunda la decisión política brota de la voluntad colectiva.
El caso extremo de desigualdad política es la monarquía absoluta; el caso límite de la igualdad política es la democracia directa; pero se trata de casos hipotéticos que dificilmente encuentran correspondencia en la realidad; más bien sirven como referencias conceptuales para ubicar uno y otro sistema en términos ideales.
Nos interesa, con base en esas pautas de diferenciación, confrontar el presidencialismo y la república parlamentaria. En el primero hay una concentración del poder: allí las instituciones dependen directa o indirectamente del jefe del ejecutivo. En la república parlamentaria hay una distribución del poder: en ella las instituciones se subordinan al congreso.
Con base en el criterio de la igualdad se deduce que las relaciones de poder pueden ser simétricas o asimétricas. La democracia se identifica con las relaciones simétricas, la autocracia con las asimétricas. En la primera las relaciones de poder surgen a la vista de todos (tómese como ejemplo el ágora de los griegos); en la segunda las relaciones de poder son visibles para los que están abajo (tómese como ejemplo el gabinete secreto de la monarquía absoluta)[xi].
Aquí surge otro criterio de diferenciación, la visibilidad del poder: "el carácter público del poder, entendido como no secreto, como abierto al público, permanece como uno de los criterios fundamentales para distinguir el Estado constitucional del Estado absoluto"[xii]. En otras palabras: la visibilidad del poder se muestra como un criterio válido para distinguir a la democracia de la autocracia.
La democracia es el gobierno del poder visible, es el ejercicio del poder público en público (donde "público es opuesto a secreto). En ella la publicidad es la regla, el secreto la excepción. En el gobierno popular el poder está más cerca de los ciudadanos y, como se sabe, mientras más cercano es el poder, es más visible. La autocracia, en contraste, es el gobierno del poder visible, es el ejercicio del poder público en privado. En ella "el secreto de Estado no es la excepción sino la regla"[xiii]. En el gobierno autocrático el ejercicio del poder se realiza lejos de la mirada indiscreta de los individuos.
El último criterio de diferenciación es el de un cierto concepto de hombre. La democracia justifica su existencia porque tiene una idea positiva del individuo: éste es capaz de autogobernarse y, por consiguiente, puede participar en la formación de las decisiones colectivas; la autocracia acredita su existencia porque tiene una idea negativa del sujeto: éste es incapaz de autogobernarse y, en consecuencia, necesita de un poder superior para mantener el orden. La idea positiva del hombre en la democracia implica que el sujeto se perfeccionará para mejorar las instituciones políticas; en la idea negativa del hombre en la autocracia, el sujeto sólo puede estar sometido para que la violencia no se generalice. De allí la necesidad de que el poder sea eficaz.
El concepto de hombre no es solamente un criterio de diferenciación sino, a mi parecer, también un principio fundador. En la tradición del pensamiento político siempre se distinguieron el poder paternal, del patronal y el político. A partir de Aristóteles se reconocen tres tipos de poder con base en el criterio de la esfera en la que se ejerce: el poder del padre sobre los hijos, del amo sobre los esclavos y del gobernante sobre los gobernados."Esta tipología ha tenido relevancia política porque ha servido para proponer dos esquemas de referencia para definir las formas corruptas de gobierno: el gobierno paternalista o patriarcal en el que el soberano se comporta con los súbditos como un padre, donde los súbditos son tratados eternamente como menores de edad...el gobierno despótico en el que el soberano trata a los súbditos como esclavos a los que no se les reconocen derechos de ninguna especie"[xiv]. Paternalismo y despotismo son formas corruptas de gobierno que tienen en la base una concepción negativa del sujeto, como menor de edad[xv], o como esclavo, de cualquier manera incapaz de alcanzar el rango de ciudadano. Paternalismo y despotismo son manifestaciones autocráticas que se oponen a la democracia donde la primera condición es que el hombre,como mayor de edad, en cuanto ciudadano, ejerza sus derechos políticos.

3. El sistema mexicano
Pongamos a prueba los criterios indicados en el caso, mexicano que es un ejemplo conspicuo de república presidencialista.
Por lo que hace a la libertad política habría que decir que, en un país tan piramidal como México, donde el flujo de poder evidentemente corre de arriba hacia abajo, si se quiere hablar de democratización resulta impostergable que ese flujo de poder cambie de ruta y que se mueva de abajo hacia arriba. Y esto se logra con la participación de los ciudadanos, mediante la cual se realiza la libertad política, en la definición de las decisiones públicas. Lo ideal sería aplicar la democracia directa en todos los ordenes pero, tomando en cuenta que su realización completa es materialmente imposible en sociedades tan numerosas como las modernas, entonces la república parlamentaria es la forma que en la práctica se acerca más a ese ideal sin excluir que en aquellas instancias donde sea posible aplicar la democracia directa, como en núcleos sociales específicos, conviene que se practique.
En lo que se refiere a la paz, se podría objetar que el sistema presidencial logró garantizar la estabilidad desde los años veinte pero ese sistema está dando muestras inequívocas de agotamiento al grado que ya no logra cabalmente mantener el orden público. Los ejemplos que tenemos a diario son por demás elocuentes. Hoy la paz en México exige un cambio en clave democrática. El parlamentarismo, a mi parecer, es el mecanismo más idóneo. En este punto, inevitablemente, la paz se vincula con el compromiso. Está claro que durante la época en que dominó el régimen de la revolución, el Partido oficial no tuvo que entrar en negociaciones con otras fuerzas. Pero ahora que ese sistema de poder está a la baja es preciso modificar la manera en que se definieron los asuntos públicos. Esto se resume en la exigencia de negociar, de establecer compromisos, de reconocer el peso de las oposiciones. Del diálogo y la negociación entre mayoría y minorías debe salir un nuevo arreglo institucional.
Si contemplamos el criterio de la igualdad, es fácil darse cuenta que en México la desigualdad política es producto de una excesiva concentración del poder en el vértice de la pirámide. Ciertamente durante décadas eso se vió como una necesidad para garantizar la eficacia; pero nos damos cuenta que ello trajo graves inconvenientes como el brutal abuso de poder. Pedimos democracia entre otras razones para que no se sigan cometiendo excesos y para poner freno y controles a los gobernantes. Una forma efectiva de frenar y controlar el poder es distribuirlo.
Sobre la visibilidad del poder, se sabe de sobra que en México un gran número de decisiones permanecen en la penumbra para los ciudadanos: la designación de candidatos a puestos de elección popular, los resultados electorales, la definición de programas y estrategias gubernamentales, la configuración de las políticas económicas, etcétera. A esto, que de suyo es preocupante, hay que agregar la existencia de poderes ocultos que se benefician de su contacto con la política y el bajo mundo de la delincuencia organizada (que en algunos casos viene siendo lo mismo). A pesar de que esa existencia es mucho menos comprobable y constatable, precisamente por que se trata de un poder invisible, por aquí y por allá ha dejado su huella en los asesinatos políticos, en la narcopolítica, en el lavado de dinero, en sus lazos con la delincuencia internacional. La ruta hacia la democracia pasa por el desenmascaramiento del poder oculto.
El mexicano es un régimen que se ha basado en el paternalismo. Si bien hemos alcanzado formalmente la categoría de ciudadanos, se nos sigue tratando como menores de edad; los derechos políticos derivados de esa categoría ciudadana no han alcanzado su vigencia plena al ser limitados por factores autocráticos. Por tanto, la superación de la minoría de edad política y el consecuente abandono del paternalismo indicaría indudablemente un acercamiento a la dignidad política propia de la democracia.
Al concluir esta exposición nos damos cuenta que los seis criterios expuestos no sólo sirven para distinguir determinadas formas de gobierno sino que, al aplicarlas a un caso concreto, se convierten en pautas para un programa de cambio del presidencialismo al parlamentarismo.


[1] Nexos, número 138, junio de 1989.
[i]."Democracia e intereses en Kelsen", en Revista mexicana de sociología, nº2, abril-junio de 1987, pp. 3-20.
[ii]. Hans Kelsen, Teoría general del derecho y del Estado, UNAM, México, 1958, p. 337.
[iii]. Ibidem, p. 358.
[iv]. Si bien la democracia directa, como la proyectó Rousseau, es el tipo de democracia que más se acerca al ideal de la libertad política, en la época moderna el ejercicio directo del poder de parte del pueblo es materialmente imposible por las dimensiones y complejidad de los conglomerados humanos. Dice Kelsen: "para el Estado moderno esta democracia directa, es decir, la formación de la voluntad estatal en la asamblea popular es practicamente imposible" ("Il problema del parlamentarismo", en Id. La democrazia, Il Mulino, Bolonia, 1981, p. 148). Por consiquiente, la realidad exige apicar formas propias de la democracia representativa, o sea, la república parlamentaria. Nuestro autor sostiene que en la época moderna el combate democrático contra la autocracia se convirtió en un esfuerzo en favor del parlamentarismo: "La lucha combatida a fines del siglo XVIII y a principios del XIX contra la autocracia fue esencialmente una lucha en favor del instituto parlamentario" (Ibidem, p. 147). Ello lo lleva a afirmar categóricamente: "La lucha por el parlamentarismo fue la lucha por la libertad política" (Ibid, p. 149).
Para nosotros esa lucha en favor del parlamentarismo no ha dejado de tener vigencia porque, a nuestro entender, la democracia moderna es la democracia parlamentaria. Por el contrario, si bien la monarquía absoluta, como la proyectó Hobbes, es el tipo de autocracia que más se acerca al ideal del mandato de uno solo; en la época moderna entre las formas de autocracia más difundidas, si bien no es la más dura, se puede enumerar a la república presidencialista. Al respecto, debe aclararse que Kelsen efectivamente modera su apreciación sobre la república presidencialista al señalar que: "la monarquía constitucional y la república presidencialista son democracia en las que el elemento autocrático es relativamente fuerte" (Teoría general..., p. 348).
[v]. Piero Meaglia, Op. cit., p. 8.
[vi]. Hans Kelsen, Op. cit., p. 342.
[vii]. Hans Kelsen, "Essenza e valore della democrazia", en Id. Democrazia, p. 105. Sobre el particular Kelsen observa que hay una clara diferencia "entre el tipo real de democracia y el de la autocracia, ya que en un régimen autocrático no hay posibilidades de un compromiso entre direcciones políticas opuestas para formar la voluntad del Estado, o por lo menos esta posibilidad es muy remota" (Idem).
[viii]. Piero Meaglia, Op. cit., p. 10.
[ix]. Ibidem, p. 18.
[x]. Sobre el particular puede consultarse el libro Estado, gobierno, sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1989. En especial el capítulo IV.
[xi]. Ibidem., pp. 18-22.
[xii]. Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, cit., p. 78. Id. "La democracia y el poder invisible", en Id. El futuro de la democracia, cit., p. 68. El subrayado es mío.
[xiii]. Ibidem, p. 86; trad. esp. p. 73.
[xiv]. Norberto Bobbio, Stato, governo, società, cit., pp. 68-69.
[xv]. Conviene citar las ideas de Kant sobre el régimen paternalista: "Un gobienro basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como un gobierno de un padre sobre los hijos, es decir, un gobierno paternalista (imperium paternale), en el que los súbditos, como hijos menores de edad, que no pueden distinguir lo que es útil o dañino, son obligados a comportarse pasivamente, para esperar que el jefe de Estado juzgue la manera en que deben ser felices y esperar su bondad, es el peor despotismo que se pueda imaginar" ("Sopra el detto comune: 'questo può essere giusto in teoria, ma non vale per la pratica'", en Id. Scritti politici e di filosofia della storia e del diritto, Utet, Turín, 1965, p. 255).

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