martes, 15 de abril de 2008

El liberalismo democrático en México, 10a parte

10a parte


LA SOMBRA DEL PORFIRIATO

Sin duda, la llamada transición a la democracia es uno de los tópicos que en los últimos tiempos han llamado más la atención de la opinión pública. Hay razón para ello: la evidencia de que el país está experimentando cambios significativos en materia política. Como consecuencia, se ha producido una amplia literatura que ha tratado de encontrar explicaciones sobre el fenómeno en curso. A engrosar el acervo bibliográfico sobre la transición han concurrido por igual los estudios electorales, los análisis de naturaleza histórica, las investigaciones propias de la sociología política. Asimismo, la filosofía política también ha brindado su aportación tratando de aclarar argumentos y valores, lo mismo que las reflexiones de política comparada al confrontar nuestra tranformación con la de otros países, especialmente los iberoamericanos.
Las perspectivas que en lo particular me han interesado tienen que ver, de una parte, con el pensamiento político, de otra, con el estudio del sistema mexicano en su vertiente histórica. La parte que hasta hace unos años había trabajado más de la rama histórica era la Revolución mexicana y el orden político al que dió lugar. No obstante, queriendo encontrar mayores elementos de juicio sobre las bases de nuestro régimen me pareció oportuno incursionar en el estudio del porfiriato. Luego de haber procedido de esta manera debo decir que, la verdad, es impresionante la semejanza--que no identidad absoluta, lo cual sería absurdo sostener--entre el porfiriato y el sistema derivado de la revolución. Fue un descubrimiento personal aunque no particularmente novedoso: muchos analistas han hecho hincapié en la similitud aludida. Valgan las opiniones de Arnaldo Córdova y Roger D. Hansen. El primero, en su libro La ideología de la revolución mexicana, publicado en 1973, afirma: "Cada vez es más claro...si se toma en cuenta la globalidad del proceso, que México se encuentra viviendo aún la misma etapa histórica que comenzó en 1876, año de la ascensión al poder del general Porfirio Díaz"[i]. El segundo, en La política del desarrollo mexicano, cuya primera edición en español es de 1971, sostiene: "La política que emergió después de la Revolución tiene modalidades que guardan una sorprendente semejanza con las del período porfirista y claramente sugiere una continuidad en el comportamiento...que todavía configura la vida política mexicana"[ii].
Con base en el parecido entre un periodo y otro podemos decir que hoy las resistencias a las que se enfrenta la transformación que se quiere democrática tienen que ver, obviamente, con vicios que se gestaron dentro del propio sistema posrevolucionario pero también con defectos heredados de la época porfirista que no fueron corregidos a tiempo.
En consecuencia, aquí pretendo atender aquellos aspectos que me han parecido releventes de ese período para después mostrar la forma en que sus rasgos autoritarios y arcáicos fueron trasladados a nuestra época.
Pues bien, el ascenso del General Porfirio Díaz comenzó con dos rebeliones contra el gobierno establecido. Una, que no tuvo éxito, se inspiró en el Plan de la Noria de 1871 que llamó a la lucha contra la reelección de Benito Juárez, contra la subordinación del poder legislativo al ejecutivo, y en pos del respeto del voto y la observancia de la constitución de 1857. La segunda, que lo llevó al poder, fue la de Tuxtepec de enero de 1876, en la que de nueva cuenta se lanza contra la reelección, en este caso de Sebastián Lerdo de Tejada, abanderando las libertades públicas y el respeto de la ley.
Casi enseguida de haber llegado al mando contó con la aquiescencia de la gente porque, la verdad, el país estaba cansado de tanto derramamiento de sangre e inestabilidad a lo largo de muchas décadas: las varias dictaduras de Santa Anna, la revolución de Ayutla de 1854, la guerra de Reforma, la guerra de tres años, la intervención francesa. Motivo suficiente para desear un gobierno fuerte capaz de resolver el desorden. Sobre el particular Charles Cumberland, dice: "En un lapso relativamente breve, después de su ascenso al poder, Díaz logró el apoyo activo y tácito de la gran mayoría del pueblo mexicano de todas las clases tratando de atender a los intereses especiales de cada clase. Por medio de esa práctica acompañada de una política de severa represión contra revolucionarios y bandoleros, dió a México paz, la primera que la nación conocía desde la época colonial, y echó los cimientos de un desarrollo material asombroso"[iii].
En los primeros años se mantuvo más o menos fiel a los principios que lo habían permitido alcanzar la cúspide, pero luego modificó su conducta a tal grado que las cosas que caracterizaron su gobierno fueron las opuestas a sus ideales primigenios: las reelecciones--siete en total--, la falta de respeto a la división de poderes, el que como gobernante se pusiera por encima de la ley, el desprecio por el voto de los ciudadanos que redujo los comicios a fórmula retórica. En suma, Díaz violó sistemáticamente los valores en los que dijo inspirarse.
El porfiriato inicialmente se apoyó en una gran coalición de caudillos regionales: Servando Canales en Tamaulipas, Santiago Vidaurri en Nuevo León, Luis Terrazas en Chihuahua, entre otros. También aparecieron los llamados caciques dependientes, o sea, gente menos autónoma pero que fueron un factor importante para tejer los hilos del control en las diversas localidades. Me refiero a personas como Luis Emeterio Torres en Sonora; Francisco Cañedo en Sinaloa; Juan Manuel Flores en Durango; Carlos Díez Gutiérrez en San Luis Potosí; Rafael Cravioto en Hidalgo; Juan N. Méndez en Puebla.
Don Porfirio combinó la mano dura y el trato afable. En este renglón hizo gala del contacto personal, del acercamiento amistoso y de la cooptación para elaborar las redes del poder. Encontramos así una de las claves del régimen: la lealtad incondicional, el compadrazgo. Quien quiso tener éxito sirvió al patriarca. A cambio obtuvo la confianza, el sustento, los puestos públicos y el prestigio social. Las grandes fortunas se amasaron al amparo del poder; el aceite que lubricó el engranaje de la maquinaria política fue la corrupción. Fue un gobierno de los amigos y para los amigos.
La adhesión al dictador queda bien expresada en una carta de Carlos Pacheco, quien entre otras cosas fue secretario de Fomento y gobernador de Chihuahua. Unas cuantas líneas de esa misiva bastan: "La bondad de usted y los favores que me prodiga son inagotables, y verdaderamente me tiene usted obligado con ellos y ansioso de demostrar con hechos reales cuánto lo estimo, cómo le pertenezco, y cómo, señor, le estoy agradecido y dispuesto a todo por usted"[iv]. Estas palabras muestran sin tapujos el patrimonialismo, es decir, el sistema donde el poder es considerado un bien personal del gobernante; mediante su uso discrecional impone castigos o dispensa favores a su arbitrio.
Porfirio Díaz fue el verdadero artífice del presidencialismo con las características patrimonialistas que aún subsisten. Francois Xavier Guerra, dice: "Punto de anclaje y de equilibrio de todas las cadenas complejas de clientelas y de relaciones, el presidente es el punto central de la vida política. A este título, toda la política gira en torno a él y conduce a él. Él encarna simbólicamente al pueblo y es, también en la práctica el 'soberano'"[v].
Durante los largos años de la dictadura la composición de la élite, como era lógico, varió: si en la primera parte predominaron las coaliciones de caciques, mitad políticos mitad militares, luego se formó otra facción más bien letrada y civilista, Ramón Corral, José Yves Limantour, Rosendo Pineda, Emilio Rabasa, José López Portillo, Rafael Reyes Spíndola, Justo Sierra, Joaquín Casasús, Roberto Núñez, Emilio Pimentel, José María Gamboa, Gabino Barreda, Fernando Duret, Manuel Romero Rubio.
Un eslabón fundamental de la cadena de vínculos personales fue su matrimonio con Carmelita Romero Rubio, hija de don Manuel, que lo reconcilió con la jerarquía católica. Esa unión contó con la bendición del arzobispo de México, Antonio Pelagio de Labastida, aunque el originario laicismo del "héroe del 2 de abril" quedase a la vera del camino. Cuánta razón tenía Napoleón cuando dijo que un régimen que se propone la desigualdad social para concentrar los privilegios en unos cuantos debe echar mano del apoyo de la Iglesia[vi].
Como bien se sabe, una parte fundamental de la élite porfiriana estuvo compuesta por el grupo de los científicos, cuya idea fue la "modernización" del país. La estrategia consisitió en favorecer al capital extranjero y darle concesiones en las ramas económicas más atractivas. Asimismo, se modificó la política agraria para adjudicar al mejor postor grandes extensiones territoriales. Recordemos la importancia que tuvieron las compañías deslindadoras. Ellas favorecieron a los hacendados y golpearon duramente a las comunidades indígenas y campesinas. El laisses faire fue la divisa de los porfiristas; su visión del mundo estuvo muy cerca del darwinismo social, o sea, la ley del más fuerte, y la consigna de que cada cual se las arreglase como pudiese para sobrevivir. El perfil del régimen fue claro: autoritario en política, liberal en economía.
El positivismo partía de la idea de que había un país hundido en el atraso y la dispersión. Era preciso, en consecuencia, que hubiese un centro rector que garantizara la estabilidad y el avance civilizatorio; la divisa fue "orden y progreso". Como era obvio, el tipo de línea seguida inevitablemente alejó a los científicos de la base social. Les estorbaba la chusma para hacer política. Hubo algunos intentos de los miembros más lúcidos de la élite para mitigar la injusticia y moderar la dureza del mando. Francisco Bulnes, por ejemplo, lanzó la voz de alerta: "La paz está en las calles, en los casinos, en los teatros, en los templos, en los caminos públicos, en los cuarteles, en las escuelas, en la diplomacia; ¡pero no existe ya en las conciencias! ¡No existe la tranquilidad inefable de hace algunos años! ¡La nación tiene miedo! La agobia un escalofrío de duda, un vacío de vertigo, una intensa crispación de desconfianza"[vii]. Como solución Bulnes propuso que el lugar de la dictadura fuese ocupado por el gobierno de las leyes. (Sugerencia parecida a la de la doctrina constitucionalista en su lucha contra el absolutismo durante los siglos XVII, XVIII y XIX en el viejo continente). No obstante, ante éste y otros llamados la dictadura se mantuvo impávida.
En su declive el porfiriato también observó el debilitamiento de la antigua unidad de la élite. Entre las distintas facciones destaca la encabezada por el General Bernardo Reyes más inclinada hacia los poderes regionales y militares, y la lidereada por Limantour ligada a las finanzas y los inversionistas extranjeros. Los equilibrios internos del grupo en el poder se perdieron, factor que precipitó la caida del régimen. Otro elemento, a decir verdad más coyuntural pero significativo, fue la entrevista que Díaz le concedió al periodísta norteamericano James Creelman, cuya traducción al español apareció en el periódico El Imparcial el 4 de marzo de 1908. En ella el jerarca dijo que no buscaría la reelección y que vería con buenos ojos la formación de un partido de oposición. El revuelo, como era de esperarse, fue mayúsculo[viii]. Se incrementaron las expectativas de avanzar hacia un orden diferente. Pero en realidad el autócrata no pensaba así: obstinado en mantener el mando se lanzó a otra reelección y fue reacio a aceptar la competencia que le presentó el maderismo.
El asunto que nos interesa, como decía, consiste en saber por qué y cómo algunos de los rasgos que se han resaltado aquí se trasladaron al sistema que se implantó a raíz del triunfo de la revolución, y por qué han llegado hasta nuestros días dificultando el proceso de democratización.
Pues bien, recordemos que la rebelión animada por Francisco I. Madero tuvo una inspiración profundamente democrática constatables en su libro La sucesión presidencial en 1910 y en el Plan de San Luis, así como en la manera en que se condujo en la lucha desde la oposición y en la gestión del poder cuando fue presidente de la república[ix]. Al llegar a la suprema magistratura, creyó en la imparcialidad de las instituciones que había heredado y que a través de ellas se podría implantar un régimen de libertades. Los hechos lo desmintieron dolorosamente. Su trágica muerte, acaecida en febrero de 1913 a raíz del golpe de Estado encabezado por Victoriano Huerta, desató la luchas armada dividida en dos etapas: una, en la que se derrotó al ejército y a la oligarquía porfiristas; otra, en la que una de las facciones revolucionarias, la carrancista, dominó a las otras, aglutinadas primordialmente en la Convención de Aguascalientes. Por cierto, Carranza, no tomó tanto en cuenta el ideario maderista sino el que sugirieron personas como Emilio Rabasa y Andrés Molina Enriquez, más inclinado a la continuidad del gobierno de una persona respaldado por una nueva constitución. La Carta Magna de 1917 combinó, en efecto, el poder omnímodo de la institución presidencial con las reformas sociales.
La manera de proceder del carrancismo fue proverbial en materia de autoritarismo y corrupción, tanto así que en ese tiempo se acuño el verbo "carrancear" para indicar, el cohecho, la componenda o simplemente el robo. Por allí se coló el patrimonialismo y encontró su continuidad el mando autoritario.
A pesar del triunfo de los constitucionalistas en varias regiones el poder efectivo seguía en manos de caudillos respaldados por poblaciones armadas; la Constitución de Querétaro era más una idea por ser plasmada que una realidad; dentro del mismo ejército constitucionalista había desavenencias cada vez más fuertes. Esas disputas internas fueron a parar en el Plan de Agua Prieta por medio del cual un segmento importante de los constitucionalistas desconoció a su antiguo jefe, Carranza, por la arbitrariedad con la que se condujo y por la falta de respeto a la ley y al voto ciudadano. El pronunciamiento produjo la persecusión y posterior asesinato del Barón de Cuatro Ciénegas en mayo de 1920 en Tlaxcalaltongo[x]. Tomó las riendas Alvaro Obregón ayudado principalmente por Plutarco Elías Calles. Buena parte de los años veinte contempló los esfuerzos de esos líderes sonorenses por montar a México en los rieles del nuevo sistema aun en medio de levantamientos al estilo de la asonada que encabezó el General Adolfo de la Huerta a fines de 1923 o la "rebelión de los cristeros" de 1926.
En mi opinión los años 1928 y 1929 son clave para entender el nacimiento del régimen de la revolución. Los apetitos reeleccionistas, de reminiscencia porfiriana, entusiasmaban a los hombres que habían llegado al poder. Obregón, quien ya había ocupado la primera magistratura entre 1920 y 1924, intentó repetir en la Jefatura del Ejecutivo en 1928. Pero el Manco de Celaya, siendo presidente electo, fue asesinado, en julio de ese año, en el parque de la Bombilla en San Angel. Tal crimen abrió una crisis de gobierno que hizo pensar en la formación de un partido, el Nacional Revolucionario (PNR), que aglutinara a los caudillos revolucionarios. No obstante, aun habiendo logrado ese propósito, el peso de los caciques era indiscutible[xi].
En una convivencia difícil y contradictoria entre las inclinaciones caudillistas y la institucionalidad que se abría paso, la política se debatía entre la disgragación y la unidad, entre la multitud de poderes locales con pretensiones de autonomía y el esfuerzo por construir el Estado de la revolución.
El cardenismo fue un paso adelante en el camino de la institucionalidad: la escena dejó de estar dominada por los jefes regionales; empezaron a emerger las grandes organizaciones de masas. El poder cobró otra tonalidad al dejar de ser una cuestión de unos pocos y sus incondicionales; a golpe de movilizaciones multitudinarias los trabajadores, los campesinos, las clases populares impusieron su presencia en un terreno, el político, tradicionalmente vedado para ellos.
Con un respaldo así, Cárdenas logró deshacerse por la vía incruenta de Calles que se había erigido como el Jefe Máximo de la revolución después de las muertes violentas de Carranza y Obregón. El fundador del PNR, conviene apuntarlo, inclinó la balanza para que tres hombres sobre los cuales ejercía influencia ocuparan consecutivamente la presidencia de la república, Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez. Quería hacer lo mismo con Cárdenas para prolongar el "maximato", pero no lo logró porque el jiquilpense le opuso una manera distinta de hacer política, no de alianzas entre camarillas sino de compromisos con las masas organizadas.
Ilustrativo de la política cardenista es el cambio operado en el partido oficial el cual dejó de ser una coalición de caudillos (PNR) para convertirse en una formación de grandes o confederaciones sociales definidas sectorialmente (PRM).
Debemos reconocer, por encima de la prolongación del gobierno fuerte y del patrimonialismo, que dos cosas hicieron distinto al régimen de la revolución frente al porfiriato. En primer lugar, el que se hubiera podido resolver la continuidad del sistema sin tener que echar mano de la reelección de una persona específica en la presidencia; en segundo, el diseño de un esquema mediante el cual los grandes sectores populares tendrían acceso y presencia en la vida pública. Asentadas en la política lo propio de esas masas y sus organizaciones sería presionar para que el principio de justicia social fuera la pauta de acción del nuevo gobierno. Así surge la alianza entre el Estado y las masas que se expresó de muchos modos, entre los cuales se encuentran la expansión del aparato público para atender las demandas populares, y los copiosos sufragios en favor de los candidatos postulados por el partido de la revolución. Esa alianza también sirvió para respaldar el programa de nacionalizaciones que el gobierno de la república se propuso llevar a cabo, comprendida de manera especial, la expropiación petrolera.
La expresión ideológica de esta manera de hacer política se fundamentó en el nacionalismo revolucionario. Dicho de otro modo: el nacionalismo revolucionario no se entiende sin las alianzas y el respaldo de las masas sociales a las políticas nacionalistas del Estado.
Puestas las bases del modelo que la Constitución de 1917 trazó, México inició un periodo de estabilidad. El lapso de tiempo que corre entre 1940 y 1976 tiene peculiaridades por demás interesantes. En él, por ejemplo, se pasó del militarismo al civilismo; se echó a andar el proceso de desarrollo económico interno poniendo condiciones a la penetración del capital extranjero. Tuvieron efecto las estrategia de industrialización, de desarrollo estabilizador y de desarrollo compartido. A tanto llegó el virtual éxito económico que se habló del "milagro mexicano". Se ampliaron los servicios educativos en manos del Estado, lo mismo que la atención a la salud, la vivienda, la alimentación, la protección laboral, las comunicaciones, el fomento técnico y crediticio al campo, la urbanización, la protección a la infancia. Se crearon empleos a granel; el poder adquisitivo de la población aumentó. La clase media creció.
La movilidad y el ascenso sociales fueron posibles también por una constante expansión de las actividades productivas, comerciales, financieras, agropecuarias y de servicios. Incluso surgieron ramas que jamás se hubiera pensado que tuviesen tanto éxito como el turismo, la industria cinematográfica, la producción editorial, la radio, la prensa y más adelante la televisión. Se multiplicaron las empresas públicas. Entre ellas, por citar sólo algunas, PEMEX, la Comisión Federal de Electricidad, el IMSS, el ISSSTE, Altos Hornos de México, Industria Eléctrica Mexicana, Industria Petroquímica Nacional, la Comisión del Papaloapan, Caminos y Puentes Federales de Ingresos y Servicios Conexos, INFONAVIT, CONACYT, la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacional. Al amparo de la expansión estatal surgieron muchas empresas privadas encabezadas y operadas por mexicanos. Se podía hablar efectivamente de una etapa de esplendor; había esperanza en el futuro.
Así se consolidó una nueva élite a la que Frank Brandenburg bautizó con el nombre de "familia revolucionaria" cuyo jefe normalmente fue el presidente en turno[xii]. Salvo ese indicio, su composición exacta siempre ha sido un misterio aunque se supone que forman parte de ella algunos ex-presidentes, miembros prominentes del gabinete, empresarios destacados, líderes de los trabajadores, ciertos gobernadores. Es la época de políticos y funcionarios de gran capacidad como Narciso Bassols, Javier Rojo Gómez, Gustavo Baz, Rodolfo Sánchez Taboada, Jaime Torres Bodet, Alfredo del Mazo Vélez, Javier Barros Sierra, Manuel Tello, Salomón González Blanco, Ernesto P. Uruchurtu, Marte R. Gómez, Antonio Carrillo Flores, Antonio Ortíz Mena, Jesús Reyes Heroles.
Tres parecieron ser las reglas fundamentales de la élite: mantener la unidad pese a los distintos intereses personificados en sus miembros; arreglar sus problemas internos con discresión en el seno del clan; no eliminarse fisicamente entre sí como lo habían hecho, en cambio, muchos revolucionarios. Mantener esas reglas era importante no sólo por razones internas a la "familia" sino también para contribuir a la estabilidad política del país.
Es cierto que el régimen de la revolución creó un aparato gubernamental sólido siguiendo disposiciones institucionales y legales más estrictas; hubo una mayor jerarquía y formalidad en los cargos. Así y todo, no resolvió el problema de la corrupción. Ese fenómeno volvió a permear diversos segmentos de la pirámide social y política. Por eso a la administración pública mexicana se le clasifica como una "burocracia patrimonialista"; continúa a mitad de camino entre lo antiguo y lo moderno. Al respecto debemos sostener categoricamente que, ninguna modernidad es posible mientras el arcaismo patrimonial propio de los siglos XVI y XVII siga allí. Difícilmente la economía y la sociedad prosperan llevando a cuestas una carga tan onerosa.
No quiero decir con ello que el declive experimentado por la economía a finales de los años setenta se deba sólo al patrimonialismo, pero es inegable que él contribuyó a que el milagro se desvaneciera.
En las postrimerías de la etapa intervencionista muchas cosas comenzaron a languidecer: las bases ideológicas, la expansión del aparato público, la búsqueda de la justicia social, el vigor de las reformas, las tasas de crecimiento, el flujo del consenso, la movilidad social. Hubo burocratismo, déficit en las finanzas públicas, endeudamiento externo. El poder adquisitivo se debilitó; la calidad de los servicios proporcionados por el Estado dejó mucho qué desear. Los compromisos sociales se postergaron; en cambio, no se abandonó el verticalismo cuyas expresiones más gráficas siguieron siendo el "dedazo" y el "tapado".
Tácitamente se rompió el pacto histórico entre los trabajadores y el Estado, aunque la sumisión de las centrales corporativas del partido oficial a las políticas gubernamentales se mantuvo. La superioridad, en los hechos, de la institución presidencial respecto de la constitución fue una evidencia irrefutable. El poder por encima de la ley representó la prueba más elocuente de la negación del verdadero espíritu del constitucionalismo.
El modelo de desarrollo asumido desde los años treinta era insostenible. En su lugar se adoptó otro inspirado en el liberalismo económico. A finales de los ochenta muchas cosas se transformaron en su opuesto: en lugar de las nacionalizaciones, las privatizaciones; en vez de la protección a la economía nacional, la apertura al capital extranjero; en sustitución del discurso nacionalista, la admiración por el american way of life; en vez de contemplar al Estado como el primer promotor del desarrollo, se miró como un obstáculo para el avance de la "modernización". Cualquier referencia al problema social o a la justicia distributiva, fue calificado despectivamente como "populista". En términos ideológicos el neoliberalismo (disfrazado de liberalismo social) desbancó al nacionalismo revolucionario y se convirtió en la nueva doctrina justificadora de la desigualdad. Los ideales originarios se transformaron es su opuesto.
Todo esto se hizo por medio de unas elecciones que siempre dejaran duda sobre sus verdaderos resultados, pero que permitieron a un puñado de especialistas en economía reforzar la estrategia modernizadora[xiii]. Se trata de un grupo que se ha alejado por decisión propia de la herencia de la revolución; en su opinión, sólo recurren a ella, a la revolución, los nostálgicos que miran al pasado porque no tienen la capacidad de entender el futuro, el "mundo globalizado"[xiv].
La similitud de los tecnócratas con los científicos ha sido puesta en evidencia una y otra vez. Es más, se ha llegado a hablar de que en sus intenciones está la de llevar a cabo una verdadera y propia "restauración" sobre todo en lo que hace al embeleso por lo extranjero, a la rehabilitación del darwinismo social como forma de contemplar las relaciones humanas, al favorecimiento consciente de los privilegios de unos cuantos y la marginación de la mayoría de la población de los beneficios del desarrollo, a la perpetuación de un sistema autoritario. Lo que en todo caso llama la atención es el marcado contraste entre la entrada triunfalista de ese grupo a la escena pública, y la estrepitosa caida del modelo que enarboló con la devaluación de diciembre de 1994.
Por si fuera poco, al descalabro económico hay que añadir los escándalos de corrupción protagonizados por algunos miembros de la élite política y empresarial, muestra del peor patrimonialismo que pueda haber ¿De qué modernización se puede hablar en tales circunstancias? ¿Habrá muestra más palmaria de las inconveniencias del presidencialismo exacerbado? Allí el discurso del liberalismo económico aparece tan sólo como un ropaje que encubrió el pragmatismo más burdo.
La estrategia modernizadora ya no las tiene todas consigo; se está aislando políticamente; ya no cuenta con los apoyos que alguna vez tuvo de sectores importantes de la sociedad y de la política nacionales así como del extranjero. Incluso el propio partido oficial, en su XVII asamblea, marcó su distancia frente a esa estrategia al desechar el liberalismo social de su marco ideológico y retomar el nacionalismo revolucionario.
El descrédito está sustentado en hechos concretos: muchas ramas productivas han sufrido una contracción, multitud de empresas han tenido que cerrar, el desempleo y el subempleo están a la orden del día, la inversión productiva ha disminuido sensiblemente, el campo está en una situación deplorable; las expectativas de ascenso social son raquíticas por no decir nulas; se ha concentrado brutalmente la riqueza en una cuantas manos en tanto que más de la mitad de la población sufre los rigores de la miseria; la clase media se está pauperizando. Para qué vamos más lejos: la responsabilidad básica de cualquier gobierno, que es la de preservar el orden público, tampoco está siendo cubierta a cabalidad. No tenemos que ir a buscar muy lejos los signos de debilidad del poder público: secuestros, narcotráfico, asaltos, asesinatos, despojos, incremento de guardias blancas, impunidad y, en otro nivel, levantamientos armados. Ni siquiera podemos decir, como Bulnes en las postrimerías del porfiriato, que la paz todavía está en las calles, centros de diversión, teatros, templos y caminos. Lo que sí podemos decir con él es que las conciencias ya no están tranquilas.
Otro síntoma de debilidad es el haber cedido ante las presiones para que se modificara el artículo 130 constitucional. El laicismo del liberalismo juarista y del régimen de la revolución sufrió una reinterpretación "modernizadora" bastante dudosa. De lo que no debe haber sospecha, en cambio, es de la actualidad del dicho napoleónico sobre la necesaria alianza entre los gobiernos que tienen como línea la desigualdad y la jerarquía católica.
Si volteamos los ojos a la élite veremos que las tres reglas que regularon su comportamiento ya no son observadas tan escrupulosamente. La unida interna está bastante menguada. La mesura para manejar y resolver las discrepancias internas ya no se encuentra entre sus virtudes. El pacto de no agresión que tan celosamente había sido respetado se rompió con asesinatos que tienen la traza de las famosas "conjuras de palacio". El relajamiento de la cohesión interna de la élite en el poder, obviamente va en detrimento del orden general.
Haciendo una evaluación del momento que atravesamos podríamos decir que en él se presenta el empalme problemático de dos crisis de gran envergadura. Una tiene que ver con el agotamiento del modelo político basado en el presidencialismo, la unidad de la "familia revolucionaria" y la hegemonía del partido oficial; otra se relaciona con el fracaso no de un modelo económico sino de dos consecutivamente, el intervencionista y el neoliberal.
Desde ese mirador lo que se ve es que hubo fallas en el diseño del sistema porque el constitucionalismo, como doctrina jurídica y política, fue esgrimido en el mundo moderno para someter el poder personal al mandato de la ley; pero en el caso de México esa doctrina ha sido evocada sin cubrir su propósito primordial porque en la práctica quien ostenta el poder ha tenido los elementos suficientes para ponerse por encima de la norma. En nuestro país no termina de cuajar el Estado de derecho entendido como aquel Estado en el que todos los poderes públicos, incluso el de la presidencia de la República, están subordinados efectivamente a la ley.
Lo que se ha evidenciado es que un mandato autocrático prolongado, que se pensó, en términos porfirianos y--toda proporción guardada--carrancistas, como la manera más efectiva para integrar y fortalecer al país, se convirtió a la postre en causa de debilidad de la nación. Si algo se necesita hoy es resolver ese defecto en el diseño constitucional para que el poder presidencial, como lo quería el maderismo, sea sometido a la observancia de la norma jurídica. Es preciso pasar de una vez por todas de un régimen personal a uno de derecho, o, parafraseando a Francisco Bulnes, el sucesor del presidencialismo debe ser la ley, al igual que el sucesor del patrimonialismo debe ser un sistema institucional eficiente y honesto[xv].
Pero así como encontramos algunos faltantes que no han sido cubiertos es justo reconocer que en el momento actual también hay avances como la presencia de nuevos actores sociales y políticos que ya no obedecen a la lógica corporativa sino al pluralismo. Tales sujetos tiene sus referentes en corrientes renovadoras del partido oficial, en sectores moderados de los partidos de oposición, en agrupaciones sindicales autónomas, en medios de comunicación alternativos, en organizaciones civiles, en grupos de intelectuales y políticos independientes, en organizaciones urbanas y campesinas, en agrupaciones ecologistas, empresariales, civiles, etcétera. Como dice Scumpeter, lo que caracteriza a la democracia es la presencia de muchas élites y eso, aunque de manera incipiente, está pasando en nuestro país.
Son expresiones organizativas de una sociedad en efervescencia, que quiere dejar atrás al viejo sistema. Este intento de autonomización está entre los signos más frescos y prometedores de la transfomación a la que acudimos. Pero estas expresiones no encuentran aún acomodo en un nuevo esquema de mediaciones. Hay un anquilosamiento agravado por un verdadero y propio "cuello de botella evolutivo"--como lo llama Danilo Zolo--producido por el liberalismo económico que permitió que el poder político y económico se concentrara aún más. Por ese motivo la balanza no termina de inclinarse hacia el lado renovador: en el otro polo se acumulan fuerzas--pocas, pero muy poderosas--que no simpatizan de la mutación democrática.
Es verdad que en los últimos años también han habido avances en algunas áreas como la electoral. Efectivamente las elecciones han ocupado un lugar, que antes no tenían, en nuestra vida pública y que bajo una genuina presión popular se han podido realizar comicios menos amañados. Sería insensato desconocer las evoluciones positivas en materia legislativa e institucional en ese sentido.
Aún así, vale una observación: los signos positivos de nuestra evolución política han sido tomados, por algunas personas, como pruebas contundentes de que ya todo se mueve, sin trabas, hacia la democratización. Según una opinión común, gracias a estos avances la transición a la democracia no tiene vuelta de hoja. Parece que algunos, en su determinismo, no se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, de que la transición no está garantizada; al igual que cualquier proceso histórico pueden sufrir reversiones o desviaciones.
También en el porfiriato hubo gente que pensó que el sistema evolucionaría hacia otro diferente, de hechura democrática; el punto inamovible era la continuidad de la paz; la paz considerada como un bien imperecedero. Pero no fue así. Se olvidó un dato importante: en México jamás ha sucedido que un grupo ceda el poder a otro de manera incruenta.
Ese es un estigma del que hoy debemos liberarnos no por la ruta fácil de decir que todo se va a resolver satisfactoriamente, casi por designio divino, sino por la vía de un ejercicio racional e incluyente de la política que evite precisamente la caida en la no-política, es decir, en el conflicto violento y destructivo.
El peligro debe ser conjurado dándole solución al empalme problemático entre la crisis política y económica. Sí, ¿pero cómo? Convengamos en que la cuestión es tremendamente compleja pero, en vía de principio, avanzo alguna opinión al respecto: Desde hace siglos se sabe que lo fundamental para salir de una situación adversa y entrar en una condición favorable es la estipulación de un acuerdo entre las partes. En nuestro caso se trataría de un compromiso de gran envergadura para poder dar paso a la formación de un nuevo bloque político y social que asuma la conducción del país para implantar un modelo diferente del que nos ofreció el salinismo, es decir, la combinación entre el autoritarismo y el liberalismo económico.
Debemos recuperar la política entendida como el arte de la mediación. Al recuperarla se abriría la posibilidad de salir del ciclo iniciado en 1876 y que tuvo, precisamente, como eje la mezcla entre el libre mercado y el autoritarismo.
Por cierto, delante de lo que ultimamente se quiso hacer para "modernizar" al país viene a la memoria la famosa frase escrita por Marx al inicio del dieciocho brumario de Luis Bonaparte: "Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra como farsa"[xvi]. Acaso el salinismo fue la parodia involuntaria del porfiriato.
Líneas más adelante, Marx presenta una frase que trasladada a nuestro medio adquiere un significado especial: "Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraido a una época fenecida"[xvii]. Y efectivamente a lo que nos llevaron fue a algo semejante a esa etapa previa a la revolución. Por ello, para no quedar retrotraidos a una circunstancia tan deplorable, convendría saltarla a partir de una negociación política en la que intervinieran todas las fuerzas simpatizantes de la democracia.
La política democrática no sólo permite la adopción de un procedimiento para asumir ciertas reglas del juego distintas de las que han prevalecido; no es la simple asunción técnica de un método diferente, sino, además, es un medio sustentado en ideales históricos.
La constelación de ideales democráticos es la que debe guiar nuestros pasos; esa es la ruta a seguir en el sentido ascendente--no circular, ni regresivo--de la modernidad. En el propósito afortunadamente se cuenta con el apoyo de las propuestas que están reforzando actualmente el proyecto de la modernidad (pienso en las tesis de Habermas, Bobbio, Rawls, Veca), para hacer frente a la marejada de tendencias antimodernas como el nihilismo, el relativismo radical, el escepticismo, el posmodernismo, el realismo desencantado, el pragmatismo, o simplemente la reivindicación del conservadurismo más rampante. Amasijo de tendencias que, también en México, se nos ofrecen engañosamente como el último grito de la moda, en realidad decadentista.


[i]. Arnaldo Córdova, La ideología de la revolución mexicana, cit., p. 15.
[ii]. Roger D. Hansen, La política del desarrollo mexicano, Siglo XXI, México, 1971, p. 217.
[iii]. Charles C. Cumberland, Madero y la Revolución Mexicana, Siglo XXI, México, 1977, pp. 14-15. En una nota a pié de página el autor agrega un dato interesante: "Durante los primeros cincuenta y cinco años de su existencia nacional, México fue víctima de tres revoluciones de primera magnitud y aproximadamente un centenar de golpes de Estado y movimientos menores".
[iv]. Tomo este fragmento de Francois-Xavier Guerra, México: del antiguo régimen a la revolución, tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 154.
[v]. Ibidem, tomo II, p. 79.
[vi]. Cfr. Georges Lefebvre, La revlución francesa y el imperio (1787-1815), Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 192.
[vii]. Citado por Francois Xavier Guerra, Op. cit., tomo II, pp. 93-94.
[viii]. Sobrevinieron comentarios y libros a granel. Entre algunos de los textos elaborados a raíz de la entrevista Creelman se pueden enumerar ¿Hacia dónde vamos?, de Querido Moheno, Las cuestiones electorales, de Manuel Calero, La organización política de México, de Francisco P. Sentíes, y, El problema de la organización política de México, de Ricardo García Granados.
[ix]. Francisco I. Madero, La sucesión presidencial en 1910, Editorial Offset, México, 1985. "Plan de San Luis", contenido como anexo al libro de Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Méxicana, cit., p. 429.
[x]. Ese Plan evocaba la doctrina de la soberanía popular y denunciaba la serie de atropellos que Carranza, siendo presidente de la república, había cometido contra esa premisa básica de la democracia: Carranza, dice el documento, "ha burlado de manera sistemática el voto popular; ha suspendido, de hecho las garantías individuales; ha atentado repetidas veces contra la soberanía de los Estados y ha desvirtuado radicalmente la organización de la República". Por esas y otras razones se le desconoció como Primer mandatario. En términos políticos el punto fue que Carranza apoyó al Ingeniero Ignacio Bonillas para ser candidato a la presidencia de la república y era contrario a que el General Alvaro Obregón se lanzara como candidato a presidente. Las fricciones llegaron a tal extremo que vino ruptura violenta entre los dos. El Plan fue expresión de ese conflicto. Crf. "Plan de Agua Prieta", contenido en el texto compilado por Manuel González Ramírez, Planes políticos y otros documentos, Fondo de Cultura Económica, México, 1954, pp. 251-261. El Plan también se encuentra publicado en el libro de Pedro Castro Mertínez, Adolfo de la Huerta y la Revolucion Mexicana, Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1992, pp. 158-160.
[xi]. Allí estaban para demostrarlo Rodríguez Triana en Coahuila; Rodrigo M. Quevedo en Chihuahua; Carlos Real en Durango; Melchor Ortega en Guanajuato; Saturnino Osornio en Querétaro; Rodolfo Elías Calles en Sonora; Tomás Garrido Canabal en Tabasco; Galván, Aguilar y Tejeda en Veracruz; Matías Ramos en Zacatecas. Crf. Arnaldo Córdova, La formación del poder politico en México, ERA, México, 1987, p. 50.
[xii]. Frank R. Brandenburg, The Making of Modern Mexico, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, N.J., 1964. El primer capítulo de ese libro está dedicado precisamente al estudio de la familia revolucionaria.
[xiii]. A decir verdad la presencia de la tecnocracia en el aparato gubernamental mexicano no es tan reciente, aunque sí la toma del poder supremo. Ya Raymond Vernon en su libro El dilema del desarrollo económico de México (Diana, México, 1966, pp. 153-169), había destacado la presencia de grupos de esa extracción desde los años cuarenta aunque animados no por el neoliberalismo sino por el nacionalismo.
[xiv]. Sobre el ascenso, la composición y los valores manejados por la tecnocracia salinista cfr. Roderic Ai Camp, La política en México, Siglo XXI, México, 1995, pp. 126-147.
[xv]. La modernidad política también está caracterizada por el abandono de la administración patrimonial propia de la época feudal y la adopción del sistema legal racional mediante la formación de las monarquías absolutas. Sistema legal racional que también asumieron las repúblicas. En Europa el paso de un sistema a otro se produjo entre los siglos XVI, XVII y XVIII. Lo curioso es que en México la formación de un gobierno centralizado y autocrático no dió pié al abandono del patrimonialismo. Tanto en el caso del porfiriato como en el del presidencialismo del régimen de la revolución ese sistema logró subsistir mezclado con algunos elementos del sistema burocrático. Gina Zabludowsky en su libro, Patrimonialismo y modernización, afirma: "En realidad el decaimiento de lo que varios autores han caracterizado como 'patrimonialismo mexicano' exigiría cambios significativos en dos de las esferas básicas que lo han caracterizado: la relación subordinada de los otros dos poderes...al ejecutivo y la estructura del cuerpo de funcionarios que debiera regirse por su eficiencia y profesionalismo más que por su lealtad incondicional al lider". Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 178. Por su parte en referencia al patrimonialismo en nuestro país Lorenzo Meyer observa: "Quienes han examinado el funcionamiento del sistema político mexicano a partir de 1940 están de acuerdo en que es en el jefe del poder ejecutivo donde convergen todos los canales de información y de donde parten las decisiones importantes; o sea el centro nervioso e indiscutible de la política mexicana. La forma que tomó la interacción entre el presidente, sus colaboradores y el resto de los actores políticos tuvo un carácter casi patrimonial", "La encrucijada", en Historia general de México, tomo 4, SEP/El Colegio de México, 1982, p. 243.
[xvi]. Carlos Marx, "El dieciocho brumario de Luis Bonaparte", en C. Marx, F. Engels, Obras escogidas, Progreso, Moscú, s/f, p. 95.
[xvii]. Ibidem., pp. 96-97.

El liberalismo democrático en México, 9a parte

9a parte


MEXICO: ENTRE LA VIOLENCIA Y LA SEGURIDAD[1]

Es ampliamente conocido el hecho que Thomas Hobbes escribió el Leviatán (1651), donde hizo una apologías rigurosamente argumentada del Estado entendido como instancia adecuada para garantizar la seguridad de los individuos; pero lo que pocos saben es que el filósofo de Malmesbury también elaboró otro texto que es calificado como la contraparte de aquél, es decir, Behemoth (1668) que es una descripción dramática de lo que sucede cuando falta la autoridad y sienta sus reales la anarquía. Los nombres de ambos libros tienen un origen bíblico, describen a dos monstruos: el primero encarna la conciliación, el segundo representa el conflicto. Es obvio que el Leviatán goza de más fama, no sólo por su solidez teórica, sino también porque contiene una sugerencia plausible para afirmar la convivencia pacífica; pero no por ello hay que desatender el contenido de Behemoth que es, por decirlo de alguna manera, el reverso de la medalla.
Con esta visión dilemática Hobbes quiso mostrar los parámetros en los que inevitablemente se mueven las relaciones entre los hombres: cuando hay un poder constituido la vida puede ser preservada; cuando ese poder falta, o viene a menos, la destrucción está al asecho. Uno de los fragmentos más significativos de esta dualidad es el siguiente: "fuera del Estado es le dominio de las pasiones, la guerra, el miedo, la pobreza, el abandono, el aislamiento, la barbarie, la ignorancia, la bestialidad. En el Estado es el dominio de la razón, la paz, la seguridad, la riqueza, la decencia, la sociabilidad, el refinamiento, la ciencia, la benevolencia"[i].
A él no le preocupaba el exceso de poder, porque no hay poder más grande que el soberano (aunque bien sabía que soberanía no quería decir arbitrariedad); lo que lo intranquilizaba era el defecto de poder que ya no lograba contener los conflictos, la criminalidad y las conjuras que, llegado el caso, pueden hacer que la nación degenerara en el temible "estado de naturaleza".
Sirvan estas indicaciones hobbesianas para mostrar una de las posibles maneras en que se puede interpretar la problemática por la que atraviesa México: Ciertamente durante décadas gozamos de la estabilidad respaldada por el Leviatán que brotó del movimiento armado de 1910, tanto así que generaciones enteras crecieron al amparo de ese "Ogro filantrópico". Quizá la mejor prenda de orgullo del sistema era que había logrado crear un gobierno fuerte, imagen misma del orden institucional. El discurso oficial estaba plagado de referencias a "la estabilidad política y la paz social". Todo ese tiempo vimos una sola cara de la moneda; pero ultimamente ya se ha asomado la otra, la del semblante demoniaco de Behemoth. Es evidente que aún estamos a distancia, afortunadamente, de esa "guerra de todos contra todos"; pero se está manifestando un peligroso incremento de la conflictividad social y, por tanto, un preocupante deslizamiento hacia esa situación. Dicho de otro modo: aunque el orden no está al borde de la muerte la verdad es que ya no disfruta de cabal salud.
Hubo un lapso previo a las elecciones del 21 de agosto de 1994 en el que pensamos que esa tendencia amainaba gracias al encauzamiento de las inquietudes por la vía electoral. Nunca como antes nos volcamos a las urnas. Esa participación cercana al ochenta por ciento fue una clara indicación de que la inmensa mayoría de la gente quiere que los cambios se realicen por la ruta incruenta; fue como una reacción del cuerpo social frente a una enfermedad. Incluso hubo quienes pensaron que ante una respuesta de esa magnitud no había posibilidades de retroceso; que el malestar cedería.
No obstante, los asesinatos políticos continuaron lo mismo que la inseguridad y la presencia destructiva de la delincuencia organizada: el engendro maligno sigue allí. De hecho el esperpento no tiene una sola faz sino muchas: la muerte del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, el crimen perpetrado en la persona de Luis Donaldo Colosio, la muerte de José Francisco Ruíz Massieu, el asesinato de Abraham Polo Uscanga, la ola de secuestros, el incremento del narcotráfico, el terrible aumento de la delincuencia callejera; y, en otro nivel, el levantamiento armado en Chiapas. Todas estas expresiones, sin embargo, confluyen en una misma cuestión: el Estado ya no está cumpliendo eficazmente su cometido más elemental: proteger la integridad física de sus miembros. El poder político, antiguamente fuerte, está dando muestras de flaqueza.
Admitamos que fue un error dejar a la ciega fuerza del destino la salvaguardia de la armonía; fue un desacierto no analizar ni valorar la concordia. Descuidamos el otro flanco, el que mira y pone cuidado en las regiones dominadas por Behemoth.
No fueron pocos a los que el asunto los agarró mal parados: peleándose con una sola de las cabezas de las varias que tiene el monstruo. Pero ahora es preciso proporcinar esquemas de interpretación del fenómeno para brindar alternativas de solución. Si para ello nos remitimos, como lo he sugerido aquí, a los parámetros enunciados por el padre del iusnaturalismo, nos percataremos de que está implícito un problema de justicia entendida ésta como orden y como legalidad, o mejor dicho como una fuerza (justificada) capaz de imponerse para que la ley sea observada. Lo que los juristas llaman derecho perfecto porque cuenta con una norma y con el poder suficiente para aplicarla. Ese derecho se vuelve imperfecto cuando ya no logra hacerse obedecer; y en la práctica hoy se habla de una condición de derecho imperfecto. Ahora bien, en sentido estricto Hobbes no sólo habló de orden y legalidad sino también, a su manera, de equidad en cuanto sostuvo que al Estado le correspondía resguardar la existencia de sus miembros, pero al mismo tiempo velar para que esa existencia fuera digan de ser disfrutada. Esa es precisamente la acepción más conocida de la justicia que, por cierto, también está faltando entre nosotros ¿Cuántos son los mexicanos que disfrutan realmente de una vida digna?
Así pues, para revertir el proceso degenerativo se necesita tomar como punto de referencia la justicia en sus tres significados básicos, es decir, como orden, como legalidad y como igualdad. Una perspectiva de este tipo invita a revisar, criticamente, la forma en que se construyó México bajo el régimen de la revolución y, principalmente, bajo la estrategia neoliberal implantada en los últimos años. Algo hubo en ese diseño que dió pie a la indeseable situación en la que estamos. Debemos replantear, entonces, los términos de nuestra convivencia, que para muchos se ha convertido en lucha desesperada por la sobrevivencia.
Hablo, para que se me entienda, de la pertinencia de emprender acciones concretas que nos alejen de las tinieblas donde habita Behemoth y nos acerque, no ya a una reedición del Leviatán verticalmente organizado, sino a la luz de un Yo común con una composición más horizontal; a fin de cuentas más justa, porque sin un orden político estable es imposible hablar de democracia. Como si dijeramos que hoy la continuación del autoritarismo no puede conducir más que al desorden y la inestabilidad, en tanto que la adopción de la democracia es lo que nos puede llevar a la armonía y la gobernabilidad.


[1] Revista Este país, número 44, noviembre de 1994.
[i]. Thomas Hobbes, Del ciudadano,X,1, Instituto de Estudios Políticos, Facultad de Derecho, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1966, p. 172. Introducimos algunas variantes de esta traducción con base en la versión italiana del mismo libro, De cive, Utet, Turín, 1971, p. 211.

El liberalismo democrático en México, 8a parte

8a parte


AUTOCRACIA Y DEMOCRACIA[1]

Comparto la preocupación de Piero Meaglia[i] de que no existe una teoría confiable de la democracia y, por tanto, de la autocracia contemporáneas. Para resolver esta carencia sugiere confrontar las doctrinas sobre la democracia y la autocracia con lo que sabemos o creemos saber de estos regímenes, para construir una teoría cada vez más acorde con la realidad. En consecuencia, Meaglia propone tomar en consideración la teoría política y jurídica de Kelsen, quien es considerado como uno de los seguidores más rigurosos de las ideas de Rousseau.
El pensador austriaco, que nació en 1881 y murió en 1973, presentó una nueva tipología de las formas de gobierno más cercanas a la política contemporánea, basada en el antagonismo entre la autocracia y la democracia. La nueva tipología se apoya en un criterio totalmente distinto del adoptado hasta entonces, que tomaba en cuenta al número de gobernantes (de Aristóteles en adelante esa fue la pauta para diferenciar a los regímenes políticos); monarquía si es uno, aristocracia si son pocos y democracia si son muchos, y sus respectivos opuestos o sea, la tiranía, la oligarquía y la oclocracia. En contraste, Kelsen toma en consideración la manera en que un régimen regula la producción de las leyes. Ellas pueden ser creadas, y continuamente modificadas, desde arriba o desde abajo. Desde el vértice cuando los destinatarios de las normas no participan en su creación; desde la base cuando sí intervienen.
Para justificar su tipología Kelsen se remite a la distinción kantiana entre normas heterónomas y autónomas: cuando los destinatarios no participan en la creación de las normas, es decir, que vienen desde arriba, la forma de producción es heterónoma; cuando los destinatarios sí participan en la formación del ordenamiento jurídico, vale decir, cuando brota desde abajo, la forma de producción es autónoma. Estas dos maneras de proceder se identifican respectivamente con dos formas de gobierno, la autocracia y la democracia. Se puede decir lo mismo de otra manera: la forma de gobierno autocrática es aquella en la cual los destinatarios de las leyes no participan en su cración (heteronomía); la democrática, por el contrario, es aquella en la que los destinatarios sí intervienen en su formación (autonomía). La adopción de este criterio hace que Kelsen critique la tricotomía basada en el número de gobernantes (monarquía, aristocracia y democracia) y sugiera la dicotomía basada en la producción de la norma (autocracia, democracia): "No solamente el criterio de la clasificación tradicional, también la tricotomía tradicional es insuficiente. Si el criterio clasificador consiste en la forma en que, de acuerdo con la constitución, el orden jurídico es creado, entonces es más correcto distinguir, en vez de tres, dos tipos de constituciones: democracia y autocracia"[ii].
Sin ambargo, debe aclararse que en el lenguaje cotidiano la dicotomía más usada es democracia/dictadura; pero el término dictadura evoca realidades particulares bien conocidas en América Latina. Precisamente por eso no me ocupo aquí de la dictadura; me mantengo, más bien, en la tipología kelseniana, en cuanto modelo teórico formal y general. Al tomar en cuenta especies particulares de una y otra no considero casos de dictadura, sino formas políticas que interesan a la realidad mexicana.
Autocracia y democracia son dos tipos opuestos de Estados. De aquí surge la necesidad de adoptar ciertos criterios de distinción para aclarar su naturaleza. Del análisis que Meaglia hace me interesa resaltar tres pautas de diferenciación en torno al binómio: la libertad, la paz y el compromiso. Sin embargo, dichos criterios no son los únicos para diferenciar a la democracia y a la autocracia; para completar el esfuerzo de Meaglia sugiero otros tres elementos que, a mi juicio, están presentes en la tradición del pensamiento político occidental: la igualdad, la visibilidad del poder y un cierto criterio del hombre.

1. Libertad, paz y compromiso
El hombre es políticamente libre cuando participa en la creación del ordenamiento jurídico al cual está sujeto, mientras que no es políticamente libre cuando se le excluye de la elaboración de tal ordenamiento. El caso límite de la democracia es cuando todos los individuos participan en la definición del mandato (es la democracia directa evocada por Rousseau, donde hay una realización completa de la libertad política); por contra, el caso límite de la autocracia es cuando un sólo individuo establece el mandato político (Hegel recordaba como ejemplo paradigmático el del despotísmo oriental, donde uno solo es libre, el autócrata). Sin embargo, Kelsen reconoce que en la práctica no hay Estado que se apegue estricamente a alguno de los dos extremos ideales; hoy ya no hay regímenes de democracia directa ni sistemas de autocracia absoluta. Entre estos dos casos límite se encuentra cualquier posible forma de Estado, de suerte que en todo cuerpo político hay una mezcla de ambos; algunos se acercan a la democracia y otros a la autocracia. Un régimen se llama democrático cuando en él las decisiones que atañen a la colectividad son tomadas preferentemente de abajo hacia arriba; en contraste, un sistema es llamado autocrático cuando en él las decisiones que involucran al conjunto son definidas preponderantemente de arriba hacia abajo.
La forma de democracia más común en el mundo occidental es la república parlamentaria; la forma de autocracia que me interesa contraponer a este tipo de democracia por interesar al caso mexicano es la república presidencialista (en efecto, dentro de los ejemplos de autocracia, Kelsen incluye a la república presidencialista)[iii]. El parlamentarismo y el presidencialismo son las formas que han terminado por prevalecer en la discusión sobre la democracia y la autocracia[iv]. En la república parlamentaria el ordenamiento jurídico es creado, aunque de manera indirecta, desde abajo; en la república presidencialista la ley es producida, aunque existan órganos de representación popular, desde arriba.
La paz es el segundo criterio de distinción entre la autocracia y la democracia: la solución de las controversias mediante la imposición es propia de la autocracia, en tanto que el arreglo de las disputas por medio de los acuerdos es propio de la democracia. Cuando se mira a quien tiene intereses y puntos de vista diferentes del nuestro como un interlocutor con el que se puede dialogar y llegar a un arreglo pacífico, es posible la solución de los antagonismos; pero cuando se considera que los otros son enemigos que deben ser sometidos para que prevalezcan nuestros intereses y puntos de vista, el arreglo de las controversias se deja en manos de la imposición.
El compromiso es el tercer criterio de diferenciación. Al respecto Meaglia afirma: "Kelsen entiende por compromiso un acuerdo entre las partes, por medio del cual éstas renuncian a algunas de sus pretensiones y a la vez conceden algo de las pretensiones de la contraparte, de manera que se pueda encontrar un punto de equilibrio"[v]. Para solucionar los conflictos hay dos caminos: el acuerdo o la imposición. La democracia es discusión, compromiso y participación; la autocracia es silencio, sumisión y disciplina. Un parágrafo de la Teoría general de Kelsen se intitula significativamente "Democracia y compromiso" y en él sostiene que "el compromiso forma parte de la naturaleza misma de la democracia"[vi]; en cambio, la imposición forma parte de la naturaleza misma de la autocracia[vii].
Hasta aquí hemos hecho referencia a los tres criterios de distinción que Meaglia destaca del pensamiento político y jurídico de Kelsen. Así y todo, siguiendo a Meaglia, el compromiso determina a los otros dos. La libertad y la paz dependen de la capacidad de establecer acuerdos: "El compromiso entre intereses, de un lado, permite realizar de manera más amplia el ideal de la autonomía y, de otro, mantener un clima de paz en el conflicto de intereses"[viii]. La forma de gobierno más adecuada para realizar el compromiso es la democracia parlamentaria. Esta consideración mueve a Meaglia a sostener:
en el sistema de Kelsen la capacidad de la democracia parlamentaria para realizar los valores de la libertad y de la paz se basa en la capacidad de la democracia para realizar el compromiso entre intereses divergentes: de un lado, las decisiones que derivan del compromiso constituyen el máximo acercamiento posible a la idea de la libertad como autonomía; de otro lado, el compromiso favorece el mantenimiento de un ambiente pacífico en los conflictos de intereses[ix].
Sin duda los tres criterios referidos son básicos para poder elaborar una teoría de los dos regímenes en cuestión. Con ese mismo fin me parece pertinente agregar tres pautas de distinción localizables en la tradición de la filosofía política: como se ha indicado, la igualdad, la visibilidad del poder y un cierto concepto de hombre. Deseo a continuación argumentar su validez.

2. Igualdad, visibilidad y concepto de hombre
Uno de los contrastes más relevantes en la historia del pensamiento político moderno, es el que divide a quienes sostienen principios autocráticos (ex parte principis) y quienes enarbolan principios democráticos (ex parte populi), para utilizar la terminología de Norberto Bobbio[x], filósofo cercano a las tesis políticas y jurídicas de Hans Kelsen. Tomemos como autores representativos de una y otra posición a Hobbes y a Rousseau. Para el primero una vez constituido el Leviatán la relación de poder implica la heteronomía, de superior a inferior; para el segundo una vez que se constituye el Yo común la relación de poder conlleva la autonomía que excluye cualquier jerarquización. En consecuencia, la autocracia es una forma de gobierno que requiere la desigualdad; la democracia es el régimen que exige la igualdad. Y me refiero específicamente a la desigualdad y a la igualdad en referencia al poder.
Para los partidarios de la autocracia el objetivo es la eficacia del poder. La mayor eficacia se obtiene allí donde tendencialmente se concentra más el poder. Para los simpatizantes de la democracia el objetivo es la libertad (como autonomía). La mayor libertad se obtiene allí donde tendencialmente se distribuye más el poder. La autocracia necesita la desigualdad porque requiere la concentración del poder decisional para garantizar su eficacia; la democracia exige la igualdad porque necesita la distribución del poder decisional para hacer posible la libertad política. Una propicia la pasividad de los súbditos, otra la participación de los ciudadanos. En la primera la decisión política es producto de la voluntad de uno solo (o de pocos); en la segunda la decisión política brota de la voluntad colectiva.
El caso extremo de desigualdad política es la monarquía absoluta; el caso límite de la igualdad política es la democracia directa; pero se trata de casos hipotéticos que dificilmente encuentran correspondencia en la realidad; más bien sirven como referencias conceptuales para ubicar uno y otro sistema en términos ideales.
Nos interesa, con base en esas pautas de diferenciación, confrontar el presidencialismo y la república parlamentaria. En el primero hay una concentración del poder: allí las instituciones dependen directa o indirectamente del jefe del ejecutivo. En la república parlamentaria hay una distribución del poder: en ella las instituciones se subordinan al congreso.
Con base en el criterio de la igualdad se deduce que las relaciones de poder pueden ser simétricas o asimétricas. La democracia se identifica con las relaciones simétricas, la autocracia con las asimétricas. En la primera las relaciones de poder surgen a la vista de todos (tómese como ejemplo el ágora de los griegos); en la segunda las relaciones de poder son visibles para los que están abajo (tómese como ejemplo el gabinete secreto de la monarquía absoluta)[xi].
Aquí surge otro criterio de diferenciación, la visibilidad del poder: "el carácter público del poder, entendido como no secreto, como abierto al público, permanece como uno de los criterios fundamentales para distinguir el Estado constitucional del Estado absoluto"[xii]. En otras palabras: la visibilidad del poder se muestra como un criterio válido para distinguir a la democracia de la autocracia.
La democracia es el gobierno del poder visible, es el ejercicio del poder público en público (donde "público es opuesto a secreto). En ella la publicidad es la regla, el secreto la excepción. En el gobierno popular el poder está más cerca de los ciudadanos y, como se sabe, mientras más cercano es el poder, es más visible. La autocracia, en contraste, es el gobierno del poder visible, es el ejercicio del poder público en privado. En ella "el secreto de Estado no es la excepción sino la regla"[xiii]. En el gobierno autocrático el ejercicio del poder se realiza lejos de la mirada indiscreta de los individuos.
El último criterio de diferenciación es el de un cierto concepto de hombre. La democracia justifica su existencia porque tiene una idea positiva del individuo: éste es capaz de autogobernarse y, por consiguiente, puede participar en la formación de las decisiones colectivas; la autocracia acredita su existencia porque tiene una idea negativa del sujeto: éste es incapaz de autogobernarse y, en consecuencia, necesita de un poder superior para mantener el orden. La idea positiva del hombre en la democracia implica que el sujeto se perfeccionará para mejorar las instituciones políticas; en la idea negativa del hombre en la autocracia, el sujeto sólo puede estar sometido para que la violencia no se generalice. De allí la necesidad de que el poder sea eficaz.
El concepto de hombre no es solamente un criterio de diferenciación sino, a mi parecer, también un principio fundador. En la tradición del pensamiento político siempre se distinguieron el poder paternal, del patronal y el político. A partir de Aristóteles se reconocen tres tipos de poder con base en el criterio de la esfera en la que se ejerce: el poder del padre sobre los hijos, del amo sobre los esclavos y del gobernante sobre los gobernados."Esta tipología ha tenido relevancia política porque ha servido para proponer dos esquemas de referencia para definir las formas corruptas de gobierno: el gobierno paternalista o patriarcal en el que el soberano se comporta con los súbditos como un padre, donde los súbditos son tratados eternamente como menores de edad...el gobierno despótico en el que el soberano trata a los súbditos como esclavos a los que no se les reconocen derechos de ninguna especie"[xiv]. Paternalismo y despotismo son formas corruptas de gobierno que tienen en la base una concepción negativa del sujeto, como menor de edad[xv], o como esclavo, de cualquier manera incapaz de alcanzar el rango de ciudadano. Paternalismo y despotismo son manifestaciones autocráticas que se oponen a la democracia donde la primera condición es que el hombre,como mayor de edad, en cuanto ciudadano, ejerza sus derechos políticos.

3. El sistema mexicano
Pongamos a prueba los criterios indicados en el caso, mexicano que es un ejemplo conspicuo de república presidencialista.
Por lo que hace a la libertad política habría que decir que, en un país tan piramidal como México, donde el flujo de poder evidentemente corre de arriba hacia abajo, si se quiere hablar de democratización resulta impostergable que ese flujo de poder cambie de ruta y que se mueva de abajo hacia arriba. Y esto se logra con la participación de los ciudadanos, mediante la cual se realiza la libertad política, en la definición de las decisiones públicas. Lo ideal sería aplicar la democracia directa en todos los ordenes pero, tomando en cuenta que su realización completa es materialmente imposible en sociedades tan numerosas como las modernas, entonces la república parlamentaria es la forma que en la práctica se acerca más a ese ideal sin excluir que en aquellas instancias donde sea posible aplicar la democracia directa, como en núcleos sociales específicos, conviene que se practique.
En lo que se refiere a la paz, se podría objetar que el sistema presidencial logró garantizar la estabilidad desde los años veinte pero ese sistema está dando muestras inequívocas de agotamiento al grado que ya no logra cabalmente mantener el orden público. Los ejemplos que tenemos a diario son por demás elocuentes. Hoy la paz en México exige un cambio en clave democrática. El parlamentarismo, a mi parecer, es el mecanismo más idóneo. En este punto, inevitablemente, la paz se vincula con el compromiso. Está claro que durante la época en que dominó el régimen de la revolución, el Partido oficial no tuvo que entrar en negociaciones con otras fuerzas. Pero ahora que ese sistema de poder está a la baja es preciso modificar la manera en que se definieron los asuntos públicos. Esto se resume en la exigencia de negociar, de establecer compromisos, de reconocer el peso de las oposiciones. Del diálogo y la negociación entre mayoría y minorías debe salir un nuevo arreglo institucional.
Si contemplamos el criterio de la igualdad, es fácil darse cuenta que en México la desigualdad política es producto de una excesiva concentración del poder en el vértice de la pirámide. Ciertamente durante décadas eso se vió como una necesidad para garantizar la eficacia; pero nos damos cuenta que ello trajo graves inconvenientes como el brutal abuso de poder. Pedimos democracia entre otras razones para que no se sigan cometiendo excesos y para poner freno y controles a los gobernantes. Una forma efectiva de frenar y controlar el poder es distribuirlo.
Sobre la visibilidad del poder, se sabe de sobra que en México un gran número de decisiones permanecen en la penumbra para los ciudadanos: la designación de candidatos a puestos de elección popular, los resultados electorales, la definición de programas y estrategias gubernamentales, la configuración de las políticas económicas, etcétera. A esto, que de suyo es preocupante, hay que agregar la existencia de poderes ocultos que se benefician de su contacto con la política y el bajo mundo de la delincuencia organizada (que en algunos casos viene siendo lo mismo). A pesar de que esa existencia es mucho menos comprobable y constatable, precisamente por que se trata de un poder invisible, por aquí y por allá ha dejado su huella en los asesinatos políticos, en la narcopolítica, en el lavado de dinero, en sus lazos con la delincuencia internacional. La ruta hacia la democracia pasa por el desenmascaramiento del poder oculto.
El mexicano es un régimen que se ha basado en el paternalismo. Si bien hemos alcanzado formalmente la categoría de ciudadanos, se nos sigue tratando como menores de edad; los derechos políticos derivados de esa categoría ciudadana no han alcanzado su vigencia plena al ser limitados por factores autocráticos. Por tanto, la superación de la minoría de edad política y el consecuente abandono del paternalismo indicaría indudablemente un acercamiento a la dignidad política propia de la democracia.
Al concluir esta exposición nos damos cuenta que los seis criterios expuestos no sólo sirven para distinguir determinadas formas de gobierno sino que, al aplicarlas a un caso concreto, se convierten en pautas para un programa de cambio del presidencialismo al parlamentarismo.


[1] Nexos, número 138, junio de 1989.
[i]."Democracia e intereses en Kelsen", en Revista mexicana de sociología, nº2, abril-junio de 1987, pp. 3-20.
[ii]. Hans Kelsen, Teoría general del derecho y del Estado, UNAM, México, 1958, p. 337.
[iii]. Ibidem, p. 358.
[iv]. Si bien la democracia directa, como la proyectó Rousseau, es el tipo de democracia que más se acerca al ideal de la libertad política, en la época moderna el ejercicio directo del poder de parte del pueblo es materialmente imposible por las dimensiones y complejidad de los conglomerados humanos. Dice Kelsen: "para el Estado moderno esta democracia directa, es decir, la formación de la voluntad estatal en la asamblea popular es practicamente imposible" ("Il problema del parlamentarismo", en Id. La democrazia, Il Mulino, Bolonia, 1981, p. 148). Por consiquiente, la realidad exige apicar formas propias de la democracia representativa, o sea, la república parlamentaria. Nuestro autor sostiene que en la época moderna el combate democrático contra la autocracia se convirtió en un esfuerzo en favor del parlamentarismo: "La lucha combatida a fines del siglo XVIII y a principios del XIX contra la autocracia fue esencialmente una lucha en favor del instituto parlamentario" (Ibidem, p. 147). Ello lo lleva a afirmar categóricamente: "La lucha por el parlamentarismo fue la lucha por la libertad política" (Ibid, p. 149).
Para nosotros esa lucha en favor del parlamentarismo no ha dejado de tener vigencia porque, a nuestro entender, la democracia moderna es la democracia parlamentaria. Por el contrario, si bien la monarquía absoluta, como la proyectó Hobbes, es el tipo de autocracia que más se acerca al ideal del mandato de uno solo; en la época moderna entre las formas de autocracia más difundidas, si bien no es la más dura, se puede enumerar a la república presidencialista. Al respecto, debe aclararse que Kelsen efectivamente modera su apreciación sobre la república presidencialista al señalar que: "la monarquía constitucional y la república presidencialista son democracia en las que el elemento autocrático es relativamente fuerte" (Teoría general..., p. 348).
[v]. Piero Meaglia, Op. cit., p. 8.
[vi]. Hans Kelsen, Op. cit., p. 342.
[vii]. Hans Kelsen, "Essenza e valore della democrazia", en Id. Democrazia, p. 105. Sobre el particular Kelsen observa que hay una clara diferencia "entre el tipo real de democracia y el de la autocracia, ya que en un régimen autocrático no hay posibilidades de un compromiso entre direcciones políticas opuestas para formar la voluntad del Estado, o por lo menos esta posibilidad es muy remota" (Idem).
[viii]. Piero Meaglia, Op. cit., p. 10.
[ix]. Ibidem, p. 18.
[x]. Sobre el particular puede consultarse el libro Estado, gobierno, sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1989. En especial el capítulo IV.
[xi]. Ibidem., pp. 18-22.
[xii]. Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, cit., p. 78. Id. "La democracia y el poder invisible", en Id. El futuro de la democracia, cit., p. 68. El subrayado es mío.
[xiii]. Ibidem, p. 86; trad. esp. p. 73.
[xiv]. Norberto Bobbio, Stato, governo, società, cit., pp. 68-69.
[xv]. Conviene citar las ideas de Kant sobre el régimen paternalista: "Un gobienro basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como un gobierno de un padre sobre los hijos, es decir, un gobierno paternalista (imperium paternale), en el que los súbditos, como hijos menores de edad, que no pueden distinguir lo que es útil o dañino, son obligados a comportarse pasivamente, para esperar que el jefe de Estado juzgue la manera en que deben ser felices y esperar su bondad, es el peor despotismo que se pueda imaginar" ("Sopra el detto comune: 'questo può essere giusto in teoria, ma non vale per la pratica'", en Id. Scritti politici e di filosofia della storia e del diritto, Utet, Turín, 1965, p. 255).

El liberalismo democrático en México, 7a parte

7a parte


¿QUÉ DEMOCRACIA?[1]

Partamos de un hecho irrefutable: hoy la democracia se ha convertido en un tema central de la discusión política. Autores y corrientes hasta hace algunos años indiferentes e incluso contrarios a ella se sienten atraidos por sus planteamientos. Se ha llegado a tal punto que incluso posiciones radicales de la derecha y de la izquierda ya no son reacias a nombrarla como un propósito a seguir, aunque solo sea en términos declarativos. Lo escrito por Guizot en 1849 parece que hubiese sido redactado para nosotros: "Esta es ahora la palabra última y universal que todos buscan para apropiarse de ella como un talismán... tal es el poder de la palabra democracia. Ningún gobierno o partido se atreve a vivir sin incorporarla en la propia bandera"[i].
No obstante, hay marcadas diferencias en la manera en que se concibe esa forma de gobierno. Para decirlo con una metáfora: todos llegan a ese talismán por caminos distintos y cada cual quiere llevárselo a casa. Evidentemente no hay acuerdo en torno a lo que la democracia es. He aquí un obstáculo para seguir avanzando. Considero que una posible vía de solución está en admitir que la democracia tiene una denominación precisa que puede recogerse en algunos de los grandes pensadores democráticos modernos. Sugiero que analicemos el pensamiento de Rousseau quien es reconocido como uno de los más destacados estudiosos de la democracia en su sentido puro. Veamos lo que dice al respecto para después, con base en las característicias marcadas por él como distintivas de la democracia, aplicarlas al caso mexicano. Así calibraremos qué tan cerca o lejos estamos de ella.

1.La democracia roussoniana
En la teoría normativa de este autor la democracia es igualdad decisional, es decir, que cada ciudadano pueda participar en paridad de condiciones en la definición del mandato político. En la democracia ideal no hay diferencia entre gobernantes y gobernados: los mismos que mandan son los mismos que obedecen. El poder se haya distribuido equitativamente entre los ciudadanos. Por consiguiente, el peor de los males es que el poder se concentre en una sóla persona. En esto son reconocibles dos puntos extremos, o mandan todos o manda uno. Cualquier posible combinación se encuentrar entre estos polos. Con base en este criterio también se pueden detectar tendencias. El régimen que se inclina hacia el mandato equitativo mira a la democratización; en contraste, el sistema que se orienta al dominio de una sola persona tiende a la autocracia. De aquí se desprende la función política que los individuos desempeñan en cada régimen: en la democracia dicha función es activa, hay que participar, son ciudadanos; en la autocracia ese papel es pasivo, lo único que hay que hacer es obedecer, son súbditos.
Es curioso pero lo que hoy son considerados elementos inherentes a la democracia, la representación y los partidos, para Rousseau eran cosas de las que se debía prescindir. Los individuos debían participar en primera persona en la asamblea soberana; pensaba en la democracia directa: "La soberanía no puede ser representada". En su concepto los partidos siempre actúan en vista de sus intereses parciales; son causa de conflictos y dividen a la nación. Los intereses partidistas se oponen al interés común. No admite, en consecuencia, los cuerpos intermedios.
Los valores que lo inspiran son la libertad y la igualdad. Entiende por libertad la que se realiza interviniendo en la formación de las determinaciones públicas; por igualdad la participación equitativa en el poder. Lo opuesto es la opresión y la inequidad autocráticas.
Su diseño político tiene como primera motivación precisamente la libertad y la igualdad. Sostiene que para producir una acción libre se necesitan dos factores, la voluntad que encuentra en la asamblea popular y la fuerza localizable en el gobierno. Éste debe estar subordinado a aquella. Descubre una relación paradógica entre la justeza de la voluntad y la eficiencia de la fuerza porque si lo que se quiere es la unidad, hay que apuntalar al Ejecutivo; si, en cambio, lo que se desea es imprimirle ánimo a la decisión colectiva, hay que resaltar la misión de la asamblea. Es muestra de virtud política encontrar una buena proporción entre la fuerza y la voluntad: la ciudadanía debe vigilar que el Ejecutivo no abuse del poder que se le ha conferido; sin embargo, el Ejecutivo debe ser lo bastante fuerte para poder realizar sus funciones.
A Rousseau se le ha criticado por haber diseñado una situación ideal, inalcanzable; pero él mismo se defendió diciendo que su propósito había sido fijar una meta que no por inalcanzable debía dejar de perseguirse: "Yo muestro el objetivo que es necesario proponerse, no digo que se pueda lograr, sino señalo que aquél que se acerque más lo logrará mejor"[ii]. En pocas palabras, lo que él hizo fue elaborar una teoría de la democracia, válida no solamente para su tiempo sino también para otras épocas.

2. Algunas vicisitudes actuales de la democracia
Es evidente que hay una distancia entre el ideal roussoniano y la realidad cotidiana. Empero, la libertad y la igualdad siguen siendo valores importantes, solamente que su persecusión hoy se lleva a efecto mediante la representación y los partidos políticos. El principio de representación indica que las determinaciones colectivas no son tomadas directamente por los individuos sino por personas que actúan en su nombre. Ahora bien, en política el error que a menudo se comete es considerar que la democracia representativa tiene la misma extensión que el parlamentarismo; pero el principio de representación es más amplio que la democracia representativa, y éste tipo de democracia puede ser complementada por el ejercicio de la democracia directa. La democratización puede ser definida como el proceso de expansión del poder desde la base para encauzar las decisiones que se toman en el vértice. Por tanto, los mecanismos de representación o de participación directa son sólo eso, instrumentos para favorecer el proceso. La base social es heterogénea, plural. Aunque también en este caso cabe hacer la aclaración que democracia y pluralismo no son sinónimos. La democracia que tenía en mente Rousseau bajo la inspiración del mundo antiguo no es pluralista sino monista porque suponía un sólo centro de poder, la asamblea de los ciudadanos. No obstante, las sociedades actuales son de otro tipo.
Aunque democracia y pluralismo no son lo mismo ambos coinciden en su oposición al abuso de poder: "La teoría democrática toma en consideración el poder autocrático, es decir, el poder que parte de arriba, y sostiene que el remedio contra este tipo de poder es el poder desde abajo. La teoría pluralista toma en consideración el poder monocrático, o sea, el poder concentrado, y afirma que el remedio es el poder distribuido"[iii]. Existen, pues, dos vías por medio de las cuales se lucha contra el abuso de poder: frente el poder que desciende en nombre del poder que asciende y delante del poder concentrado en nombre del poder distribuido.
Un medio eficaz para controlar el abuso es que los actos de gobierno se hagan visibles, públicos: "la obligación de publicar los actos de gobierno es importante no sólo, como se suele decir, para permitir al ciudadano el conocimiento de los actos de quien detenta el poder y por tanto de controlarlos, sino también porque la publicidad es en sí misma una forma de control, es un expediente que permite distinguir lo que es lícito de lo que no lo es"[iv].

3. El régimen mexicano
Me parece que las consideraciones teóricos desarrolladas hasta aquí son útiles como criterios para analizar el sistema político mexicano cuyos dos elementos fundamentales, la institución presidencial y el partido oficial, fueron diseñados para evitar la anarquía y garantizar el orden posrrevolucionario. Ambos nacieron, como hemos visto en los anteriores capítulos, de la idea de unificar al país después de las cruentas luchas primero contra el régimen porfirista y luego entre las mismas facciones revolucionarias. Incluso, después de la victoria de la facción constitucionalista, y muerto Carranza el 21 de mayo de 1920, subsistía el poder de los caudillos. Obregón y Calles, miembros prominentes del ejército constitucionalista, fueron los encargados de apaciguar los varios levantamientos armados que todavía se dieron en los años veinte. De las cenizas del caudillismo nació el presidencialismo; fue el paso, si se le quiere ver de otra manera, de la anarquía al orden[v]. En este mismo tenor no puede olvidarse que el PNR surgió originalmente como una coalición de caudillos y organizaciones regionales, aunque a los pocos años las pequeñas agrupaciones desaparecieron y en su lugar quedó un verdadero y propio partido nacional el PRM donde surgieron las grandes organizaciones de masas. En estas dos primeras fases el Partido de la Revolución fue el medio a través del cual se concentraron fuerzas anteriormente dispersas. En la primera etapa se trató de un esfuerzo de naturaleza político-militar, en la segunda fase se presentó un empeño de carácter más bien político-social. En una tercera fase, cuando de estos dos primeros empeños nació el Partido Revolucionario Institucional (1946), el aparato y la jerarquía fueron dominando la estructura de esa organización: "El cambio del PRM en PRI, minucioso y global, fue el de un partido en el que el paso del proletariado y las bases populares eran considerables, por mediatizado que aquél estuviera, a otro en que se acabó la injerencia directa de las organizaciones obreras, desapareció el debate político interno de los centros laborales, y zozobraron las asambleas de la base, mientras aumentaba el poder de los órganos centrales, característicos del nuevo proceso de jerarquización del Estado"[vi]. La pérdida de fuerza de la base en beneficio de la cúpula dirigente se debió a la corporativización, es decir, al encuadramiento de las organizaciones de trabajadores en una amplia red que dependió de la jefatura de los sectores y del propio mando del partido.
La idea central de la formación del sistema político mexicano fue la de salir de la anarquía y crear un orden institucional dispuesto verticalmente, visión que se prolongó durante décadas, por lo menos de los años veinte a los ochenta. Por eso la democracia no jugó un papel central en nuestra vida política durante esa etapa. Pero las cosas, como bien sabemos, han cambiado: ahora hay una demanda de democratización que está presionando fuertemente a las dos instancias puntales del sistema, la institución presidencial y el partido oficial.
La democratización debe reconocer dos vías: por un lado, la expansión del poder desde abajo, por otro, el favorecimiento del pluralismo. Esto quiere decir, según los términos que hemos empleado aquí, que la fuerza de la institución presidencial debe moderarse para darle prioridad a la voluntad sobre la fuerza, y que además el corporativismo del partido oficial como forma de control debe ser superado.
En un país donde se ha privilegiado el verticalismo, la práctica de la democracia es difícil porque hay que comenzar a sustituir la decisión desde arriba por la participación desde abajo. El ejercicio autoritario del poder es fácil, sólo se obedece a la orden superior; en contraste la práctica de la democracia es difícil, hay que congeniar opiniones e intereses discordates.
A mi entender uno de los errores en los que ha caido el esfuerzo democratizador es en el de privilegiar el asunto electoral. Ciertamente este renglón es importante pero no es el único que interesa. Hay muchísimas más instancias en las que trabajar: los sindicatos, las asociaciones civiles, las escuelas, las empresas, la administración pública, las organizaciones vecinales, las comunidades indígenas. En cada porción de la vida social y política el poder ascendente (democrático) debe irle ganando terreno al descendente (autocrático).
México ha sido caracterizado como una nación en donde las organizaciones sociales tienen un bajo nivel de autonomía[vii], vale decir, donde el pluralismo es muy reducido. A esto obviamente no es ajena la estructura del partido oficial. Por eso cuando se habla de democracia y pluralismo me parece un desacierto perder de vista al instituto político que comprende en su seno a las más grandes organizaciones sociales y a las demandas de democratización interna que también lo están sacudiendo.
Desde la XII Asamblea Nacional de ese instituto se dejaron sentir exigencias de que el proceso autocrático dentro de ella se revirtiera para que las bases tuvieran una mayor influencia en la formación de las decisiones y en la designación de candidatos a puestos de elección popular. Es evidente que el pluralismo también pide la independencia de las organizaciones sociales y los partidos políticos frente al poder de las agencias oficiales.
Un punto básico del pluralismo tiene que ver con la relación entre mayoría y minoría. Me explico: es cierto que el principio fundamental de la democracia es el de mayoría por medio del cual la fuerza más numerosa es la que tiene el mando. Pero inmediatamente viene el otro principio básico de la democracia que es el respeto por las minorías y el derecho que estas tienen de transformarse en mayoría. De otra manera las reglas del juego democrático beneficiarían a la corriente que originalmente obtuvo la mayoría por lo que la vida de las minorías resultaría perfectamente inútil y tendríamos que aceptar lo que Neumann dice de los regímenes autoritarios: éstos "se ven obligados a practicar los ritos democráticos negando totalmente la sustancia"[viii]. Si no se quiere ésto lo que se tiene que hacer es un acuerdo para establecer nuevas reglas que hagan posible la práctica de la democracia.
Para retomar la metáfora con la que comenzamos: para que el talismán surta sus efectos benéficos ninguno debe poseerlo sino todos en conjunto bajo un acuerdo originario. Por lógica consecuencia, de lo que se trata es de estipular un nuevo Contrato social para establecer la democracia. No por casualidad ese es el título del libro del ginebrino que formuló una de las teorías normativas más sólidas de la modernidad política.


[1] Revista mexicana de ciencias políticas y sociales, número 1326-37, abril-septiembre de 1989.
[i]. F. P. Guizot, De la démocratie en France, Leipzig, 1849, p. 2.
[ii]. J.J. Rousseau, "Emilio", en Id. Opere, Sansoni, Florencia, 1972, p. 397. Esta frase recuerda otra escrita por Max Weber: "La política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez", El político y el científico, Alianza, Madrid, 1969, p. 178.
[iii]. Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, cit., pp. 56-57; trad. esp. El futuro de la democracia, cit., p. 47.
[iv]. Ibidem, p. 18; trad. esp. p. 23.
[v]. Algunos factores que permitieron la institucionalización del presidencialismo son: "La destrucción física de los caudillos, comprendido de modo especial el propio general Obregón, la profesionalización del ejército, la extensión de las comunicaciones que ampliaron inevitablemente la fuerza unificadora del centro; la conversión de los jefes militares en empresarios; la participación y final encuadramiento de las masas populares en el partido oficial; la intensificación de la reforma agraria y la entrega de armas a los campesinos", La formación del poder político en México, ERA, México, 1985, p. 52. Por su parte, Jorge Carpizo considera que las causas del predominio del presidente mexicano son: "a) es el jefe del partido predominante; b) el debilitamiento del poder legislativo; c) la integración, en buena parte, de la suprema corte de justicia; d) su marcada influencia en la economía; e) la institucionalización del ejército, cuyos jefes dependen de él; f) la fuerte influencia sobre la opinión pública a través de los controles y facultades que tiene respecto a los medios masivos de comunicación; g) la concentración de recursos económicos en la federación, especialmente en el ejecutivo; h) las amplias facultades constitucionales y extraconstitucionales; i) la determinación de todos los aspectos internacionales en los cuales interviene el país, sin que para ello exista ningún freno en el senado; j) el gobierno directo de la región más importante, y con mucho, del país, como lo es el distrito federal, y k) un elemento psicológico: ya que en lo general se acepta el papel predominante del ejecutivo sin que mayormente se le cuestione", El presidencialismo mexicano, Siglo XXI, México, 1984, p. 221.
[vi]. Pablo González Casanova, El Estado y los partidos políticos en México, ERA, México, 1982, p. 60.
[vii]. Norberto Bobbio, "Democracia", en Diccionario de política, Siglo XXI, México, 1981, p. 505.
[viii]. Franz Neuman, The Democratic and the Authoritarian State, Free Press, Nueva York, 1957, p. 344.